Sueños de minero

Más de siglo y medio ha pasado desde que, para compensar la falta de bienestar colectivo, echamos mano de la frase atribuida a Raymondi, de que el Perú es pobre, sí; pobrísimo, pero no tanto, pues bajo las posaderas rebosamos en oro. Lo cual, de ser cierto, resultaría formidable. Para ser ricos no tendríamos que mandar a hacernos bañeras de oro, como las que se encontraron en casas de la familia Gadafi, en Libia. 

No tendríamos que, —vía pedido especial—, mandar a los diseñadores de Ferrari o Porshe, se nos hagan carrocerías únicas de oro, como se mandan a hacer los oligarcas rusos en Moscú y Londres. Sencillamente no tendríamos que hacer nada, sólo estar suficientemente cansados para sentarnos en cualquier banca, no importa que parezca un banco cualquiera; no lo es: en el fondo sería el unicornio nacional que, desde nuestros más elementales libros de historia y cual si fuera una afortunada flor de la canela, anda estáticamente derramando lisuras/monedas en el escudo nacional.

El Perú sentado como un mendigo en un banco de oro, es una forma más digna de humanizar la pobreza, dándole al pobre dos cosas: un poco de brillo y un lugar tanto o más importante que el propio banco. En este sentido fue una mejora del “Vale un Perú”, donde se omitía al peruano y el Perú quedaba consignado únicamente como una cosa; una cosa mineral, para ser más exactos.

El camino mineral del Perú es largo y quizás inmemorial; pero algunas cosas han ido cambiando en las últimas décadas. En los setentas era común ver a los compañeros mineros con sus cascos, sus esposas y su letrerito de “Ayuda al minero en huelga”; debajo había una mano y una cajita de cartón que iba recogiendo soles, intis y a veces, vasos de cerveza; al menos en las incursiones que hacían buscando caridad en los bares de almas solidarias.

No son estas las imágenes que ahora difunde la sociedad minera en los spots televisivos que alientan al peruano común y corriente a aceptar la declaración de amor que le sugiere la patronal de la piedra: “Dile sí a la minería”. En avance se puede decir que ya hay un ejército de aceptantes del amor mineral: Las autoridades que medran con el canon minero, que beneficia a todos en la letra grande y en la letra chiquita “a ellos principalmente pe”. Después están los vendedores de vehículos nuevos, que tienen en sus bases de datos no a las familias Brescia, Picasso, Benavides de la Quintana y demás morrocotudos, sino a los hijos de los compañeros mineros que hace años deambulaban con el letrerito de ayuda. Todos están bien apuntados en las listas de clientes y antes de que el jefe de personal de la mina sepa cuando se pagan las utilidades, ya los vendedores están corriendo con los catálogos de colores, marcas, modelos y ofertas y el discurso persuasivo para convencer de cuán importante es tener carro del año en estos tiempos.

Ya no deambulan los mineros en busca de solidaridad, son más bien las abejas del billete quienes andan detrás de sus cascos; los que saben oler estas mieles nunca han leído a Raymondi y se van de frente a lo suyo: “Son mineros, ¡están forrados!”, Modern Perú dixit.

Ay, pero si todo lo que he escrito es cierto, cómo explicar entonces cuando se dice que la población peruana es mayoritariamente anti-minera; digo, “Agua sí, oro no.” O cómo explicar por qué los jornaleros que trabajan en chacras que no son suyas, salgan a defender el “futuro” de unos patrones y una agricultura que en poco o nada ha mejorado el nivel tecnológico del incanato en estos asuntos.

Los expertos del terno, salen orondos y dicen: “No se ha explicado bien, las bondades de la minería”. Bueno, son los únicos expertos que han salido a airear sus teorías. Uno está esperando que salga un psicólogo de masas y despache: “es fácilmente comprensible si se ve como un fenómeno de envidia”.

Lo más probable es que cuando se encuentre la teoría más ajustada y el verdadero equilibrio del asunto ya sea muy tarde; digo el mundo capitalista está agónico; al gigante come-piedras China se le está enfriando rápidamente el hambre de minerales. Su empacho traerá a los cerros la época de las vacas flacas. Ya pasó en Potosí y con la fiebre del caucho.

El sueño de las 4×4, colegios privados, clínicas privadas, urbanizaciones privadas, clubes exclusivos, vacaciones fuera del país fueron también parte del status de la burocracia dorada de los 70s. Bancarios, empleados de las empresas públicas y otros, también tuvieron su época de esplendor; pero tuvieron un gravísimo error: ser solidarios con ellos mismo y olvidarse del país.

Claro que si las minas no fueran solo de unos morrocotudos y fueran propiedad de todos, otro sería el sueño y muy distinto el futuro. Nunca he olvidado el diálogo que escuché, cuando joven, a dos obreros españoles en Madrid: “El oro, es como el guano, si no está bien repartido por la tierra, es solamente, mierda, camarada.”

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