El gobierno del Estado de Israel vive su hora cumbre; su dimisionario primer ministro, Ehud Olmert, altera los últimos días de la agenda de George Bush: “Interrumpe lo que estás haciendo, vé y ordena que en la ONU se vote tal resolución en tal sentido”; sugerencia que se cumple. Su ministra de Exteriores, Tzipi Livni, a pesar de balbucear en inglés, firma de igual a igual documentos ante una subyugada Condoleezza Rice. Livni, ante preguntas incómodas, sabe que no hay nada mejor que la falta de fluidez en un idioma extranjero, para responder solo lo que ha venido a decir: “Nosotros sabemos lo que hacemos”. Su portavoz del ministerio de Defensa, más locuaz en la lengua imperial, sentencia: “Lo de Gaza, bueno, eso lo paramos en cinco minutos; si se cumplen ciertas condiciones, claro; pero no tomaría más de cinco minutos”. El ex soldado israelí, Rahm Emanuel, jefe de gabinete de Obama —que todavía no está en funciones—, parece que ya está funcionando pues ni Obama ha salido de su silencio pitagórico, ni Hillari Clinton ha dicho algo distinto a lo que ya previamente han dicho los representantes del Estado de Israel.
Dados estos escenarios y la conducta de estos personajes, surge la necesidad de revisar la tabla de posiciones de las potencias mundiales; pues o bien hay que insertar una nueva, meteórica y sorpresiva primera potencia, Israel; o acá hay un juego de villanos que ha dejado confundida a la galería mundial.
Los nostálgicos de la gloria americana se apuran en desmentir el desplazamiento: “No. El imperio sólo tiene problemas económicos, pero sigue siendo la primera potencia militar. Israel, es solo un aliado” La nostalgia, sin embargo no alcanza a explicar que las alianzas sólo se dan entre iguales y que, a lo mucho, entre Estados Unidos e Israel, puede haber mucha afinidad, pero nunca igualdad en términos militares.
Aparece entonces, el estadounidense James Petras y lapida la cosa: “Los Estados Unidos son el único imperio en la historia, gobernado por otro Estado, el de Israel”. A las innumerables evidencias que ofrece Petras, habría que añadir en su favor lo que es vox populi entre los que hacen negocios con el Imperio: “Antes de hablar con el gobierno de USA, hay que tomar contacto con el lobby judío”.
Si todo esto es cierto, la prensa mundial se ha equivocado completamente al poner toda su atención en las pasadas elecciones norteamericanas: en vez de seguir la vida y detalles de los candidatos McCain y Obama, mejor hubieran esperado un tiempo para concentrar sus recursos en seguir a Benjamin Netanyahu o a Tzipi Livni, que se eligen en tres semanas en Israel, y que si son ciertas las especulaciones, uno de ellos gobernará el mundo en el próximo lustro.
Puede ser, sí. Puede ser. Aunque lo que para la prensa es una equivocación, no necesariamente lo es para la historia. Esta no tiene límites de espacio ni de tiempo. Y la paciencia y la memoria son sus mejores instrumentos. Con ellos se puede recordar, por ejemplo, que los pueblos cuando llegan a su ocaso, hacen su última revolución: regresan a su estado fundacional. Del mismo modo como el anciano regresa a su estado de recién nacido, extraviando la mirada, mojando la cama y defecando donde le viene el impulso. Lo mismo puede estarle ocurriendo a los Estados Unidos, cuyos fundadores, dejaron su vieja Inglaterra para hacerse santos, buscando en América del Norte, su Israel, su tierra prometida; en ese afán y por órdenes de Dios, expulsaron de sus tierras a los pieles rojas, (como hoy se expulsa a los palestinos y como en el pasado Europa y España expulsaron a los judíos), los exterminaron y a los remanentes, confinaron en guetos llamados “Reservaciones Indias”. En ese camino de limpieza étnica, perdieron la santidad, pero les quedó la religión y una fiebre implacable por el oro.
George Bush, evangélico heredero de aquellos fundadores, deja en unas horas el gobierno de los Estados Unidos, pero ya es un senil representante de la historia circular de su país: “Dios me ordenó atacar Afganistán e Irak”(¿tribus Sioux, Apaches, Comanche, acaso?). “Estados Unidos está en guerra contra el Islam”(¿religión tribal piel roja?), “Los sacaremos de sus escondites y los atacaremos estén donde estén hasta imponer la voluntad de Dios: el don de la libertad y la democracia”(¿la magna asamblea del gueto?).
Hoy las diligencias/tanques y colonos/soldados de aquellos viejos fundadores siguen en su cabalgata final ya no por el viejo oeste de Norteamérica sino por el ancho mundo y su febril oro dorado es ahora negro petróleo. Son muy modernos, pero no han podido liberase, —al igual que sus enemigos simétricos— del viejo rito del odio y la atávica sed de sangre ajena.
Es cierto que el imperio está en decadencia grave, y que la pasión tanática por infligir sufrimiento y matar al prójimo hermana a los desalmados; pero la pasión no convierte al sicario en el todopoderoso cliente que ordena el trabajo. Por eso, no se equivocó el judío magistral Simon Wiesenthal, insigne cazador de Nazis y promotor del Tribunal de Nuremberg para juzgar los Crímenes de Guerra, cuando alertó en su libro de 1967 que “El asesino está entre nosotros”.
Y de hecho lo sigue estando hoy, —disfrazado de judío—, atacando por aire, mar y tierra, a la desvalida población de Gaza.