Obama: el viagra americano

¿Y ahora, quién les dice a los millones de estadounidenses que lo que han visto y hecho el martes pasado no ha sido un pasaje importantísimo de su Historia,  sino simplemente una película? Buenaza, en verdad; con efectos tan especiales que producen la sensación —como en toda buena película— de que la cosa es tan real que parece faltar muy poco para que la audiencia entera sea parte de la pantalla; y que el écran se corporice en calles y personajes,  tan al alcance de la mano que uno mismo puede calzarse en cualquiera de ellos. Siguiendo así la pauta maestra del cine tercermundista y taquillero: películas que se parezcan a las penas, alegrías y sueños victoriosos de los desheredados. En fin, un film con millones de extras, entusiastas participantes de una producción millonaria montada por la cinematográfica del poder, del auténtico, que manda escribir los guiones y financia su propia historia.

Porque la historia, la verdadera, —les han dicho— no la hacen los estadounidenses sino su Dios, que les hace de todo: desde bendecirlos como pueblo/Israel escogido para su grandeza, hasta cuidarles la moneda, mandarlos a la guerra contra el Maligno e, incluso, reconfortar y perdonarlos cuando en su seno aparece transfigurado el cordero en lobo. Ellos, los americanos, solo son un humilde rebaño de gentes que poco hacen y casi nada saben. Con esa incapacidad para hacer Historia es que su pastor,  Rick Warren,  ha invocado la inspiración divina para el gobierno de Obama: “Señor Todopoderoso, Padre Nuestro; lo visible y lo invisible, sólo por ti existe; todo viene de ti y todo te pertenece. Todo existe para la exaltación de tu Gloria, la Historia es un relato tuyo”.

En menudo compromiso lo han puesto a su Dios y en seria encrucijada se han puesto ellos mismos. Porque tanto lo visible como lo ignoto es ya notorio: les ha llegado la hora Titanic: el peor iceberg/crisis económica del mundo ya los ha impactado y salvo su poderío militar/botes salvavidas, ya poco les queda. Todo existe, es cierto, pero ya no para la exaltación de la Gloria divina sino del floro político; y la historia es un relato de ahogados que escriben y sufren los pasajeros de tercera de todo el mundo.

Hace años que el séptimo arte americano ha dejado a un lado el peso cinematográfico del guión y los diálogos privilegiando la acción, los escenarios y el sonido. No se sabe si para agacharse al nivel de la audiencia o si para impedir que ésta suba su nivel exigiendo cotas más altas de estética y ética. Sólo en este declive de las palabras y los argumentos puede entenderse que reputados entendidos de la cosa pública mundial concuerden en que Obama “posee una retórica conmovedora” o que el propio Fidel Castro, —quien todos los días seguramente lee el Gramma en busca de su propio obituario—, confiese senil que Obama le parece honesto.

Lo cierto es que el mérito indiscutible del montaje cinematográfico mundial de Obama radica en que cada uno ve lo que quiere ver. A uno, por ejemplo, le deja un resabio conocido: de que ésto ya lo ha vivido antes. Digo, uno es del tercer mundo y por eso está más adelantado que los estadounidenses que recién se están tercermundizando. Yo no sé si Obama será honesto; pero sí sé que se parece muchísimo a Alejandro Toledo, el ex presidente del Perú. Tienen la misma voz engolada. Toledo, a cada rato, lanzaba su “ha llegado el momento” y Obama no deja su “El cambio ha llegado”. Toledo quería un gobierno “De todas las sangres” y Obama quiere un gobierno “Con todos los colores”. Toledo inició su gobierno con reminiscencias históricas de Apus y Chamanes del pasado andino y Obama con un tour Linconiano/Luterkiniano del tren de la historia. O sea, puro teatro.

Puesto ya a gobernar, el nativo Toledo resultó más gringo que un yanqui completo, y todas las sangres solo sirvieron para montarlo a él en el poder que compartió con la sangre selecta de siempre. No hay que ser muy adivino para saber lo que hará Obama en el futuro. Su conmovedora oratoria es tan vaga que nadie podrá enrostrarle falta alguna a sus promesas electorales: El cambio ya había llegado a América pocas semanas antes que él se instale en la Casa Blanca. Además nunca prometió hacer del mundo un sitio más justo y más humano para todos. La última revolución que hicieron los Estados Unidos en ese afán fue en el Woodstock de los 70s donde los poetas, músicos y cantores americanos —no los políticos— sí enseñaron al mundo que era posible hacer el amor y no la guerra.

Infortunadamente, Obama, no es un hippie, sólo un gringo oscuro: un viagra contra la impotencia que la primera potencia mundial en declive, se ha tomado con la esperanza de seguir siendo la más erecta y la más grande por los siglos de los siglos.

Publicado originalmente en La República.com

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