Si el sistema financiero mundial no se hubiera trizado en la neoyorkina Wall Street o en las luminosas calles londinenses de La City, y se hubiera materializado (mejor dicho, se hubiera repetido) en las covachas financieras del tercer mundo; los premios Nobel de economía; sus secretarios; sus asistentes y todos los que hubieran olisqueado de primera mano el fanatismo de Milton Friedman, ya habrían caído como buitres tras los bastidores de los gobiernos tercermundistas; habrían sostenido convincentes conversaciones con los presidentes de turno y los políticos locales más prominentes.
Paralelamente, un equipo mixto de fridmanitas nativos e importados habrían ya comprometido la participación de dos grupos con rápida capacidad operativa: uno de juristas y otro de militares de confianza. Los primeros para preparar el documento maestro que suspendería la vigencia de los derechos ciudadanos y las vigas maestras de los capítulos económicos de la constitución local; y los segundos, para sofocar a sangre y fuego la resistencia al “sinceramiento social y económico”.
Luego, en cuestión de horas, saldría —en transmisión televisada a nivel nacional—el Domingo Cavallo, el Hurtado Miller, o cualquier otro muñeco de ventrílocuo, invocando primero a Dios, y luego declarando con firmeza que ya no se podía seguir viviendo en el engaño; que en verdad no sólo éramos pobres sino pobrísimos de solemnidad y que, —que pena—; pero no nos merecíamos ni remotamente lo que habíamos tenido hasta ahora. Y como si el respetable nunca hubiese pagado el diario, anunciaría que alguien “tendría que pagar el lonche” y que ese alguien éramos todos.
A las pocas horas, súbitamente, desaparecería la mesa familiar para dar lugar a la olla común; y los derechos laborales quedarían como historia antigua. América Latina sabe de ese relato en carne propia: está escrito en los cementerios humanos e industriales que dejaron los paquetazos/shocks con sus “ajustes económicos”, y está ya trágicamente olvidada en las ilusiones de una vida digna que se esfumaron, por lo menos, para dos generaciones seguidas.
¿Por qué —me pregunto— los mismo expertos que sinceraron ayer Chile, Perú, Argentina, Bolivia, o; yendo más lejos, Polonia y Rusia, no vuelan raudos de regreso a casa hoy y aplican allí la receta con la que dicen nos volvieron “sanos”; con la que “equilibraron nuestra economía” y nos pusieron en la hoja de ruta que hoy día seguimos con índices de crecimiento cada vez más altos, tocando, sin fallar un compás, la sinfonía de música celestial escrita por los bien amados inversores?.
¿Por qué —sigue la pregunta— no explican a sus electores y contribuyentes lo fácil que resultaría que sus países continúen siendo grandes y desarrollados, a cambio de que sus paisanos sean insignificantes y miserables?
Resulta que las muchas togas y los muchos premios no han podido superar el atávico mandato gitano: “Barbaridades podrás hacer; pero nunca en casa”. Y dudo que, en el caso de los estadounidenses o europeos sea por un prurito de moral doméstica sino, más bien, por un simple acto de sobrevivencia.
Echando a volar la imaginación, si de la noche a la mañana se hiciera en Europa occidental o en Estados Unidos, lo que sus expertos hicieron en el tercer mundo, no habría suficientes bomberos en Francia para frenar la protesta de quema interminable de vehículos (que de momento está limitada a unos miles al año). No habría caballería suficiente para detener a los hooligans ingleses, persiguiendo con fines inconfesables, no solo a la monarquía sino a todos los parlamentarios. Y en Estados Unidos, donde hay tantas armas disponibles, como mondadientes en una casa, no habría Guardia Nacional capaz de detener a miles de francotiradores, —muy serios y con balas de verdad—, jugando tiro al blanco contra políticos y banqueros.
Si los expertos de ayer en casa ajena, no pueden hoy ser expertos en la propia, entonces confirman la sospecha que la humilde ignorancia tercermundista ya intuía hace mucho tiempo: que no eran expertos en nada y que sabían tanto como el cura Valverde cuando le mostró a Atahualpa la verdad irrefutable de la Biblia.
Y como los expertos (que ayer convinieron en nominar a cada crisis y su efecto con un nombre; la rusa, por ejemplo, efecto Vodka; la mexicana, efecto tequila) ya se están demorando mucho en buscarle un nombre a la propia; aquí, modestamente, les propongo “Reloj de Arena” para nominar a la actual.
Su descripción, como es natural, cuenta con muchos efectos especiales:
“Con sus ahorros, pensiones y fatigas inenarrables los de abajo construyeron una pirámide, allí se posaron, en la cúspide, unos faraones, —viene el efecto especial—: los faraones se transforman en capitalistas; éstos no construyen castillos en el aire; pero sí millares de condominios y pirámides de rentabilidad en la arena; llegaron los malos vientos, todo se vuelve brumas.
“Llega de nuevo la claridad: sólo quedan dos pirámides encristaladas en un reloj de arena: una normal, al ras del suelo: la de los desgraciados; la otra, superior e invertida. En el cuello de botella del reloj están los que minuto a minuto pierden el empleo y bajan a la pirámide trágica; en la superior la cúspide ahora es plana, y allí siguen los capitalistas empujando a quien pueden para abajo, con tal de seguir siempre arriba.
Marx, Keynes y Friedman han muerto. Un chileno, Lucho Gatica, da la pauta, en un bolero: “Reloj…, no maaarques las hoooras… porque voy a enloooqueceeer…”.