El actual presidente de Irán, (al centro de la imagen)—para seguir siendo presidente en los próximos años— ha hecho de todo; bueno, casi, porque lo único que le ha faltado ha sido bailar reggaetón; pero en todo lo demás ha encajado el molde completo de todo político electorero decidido a mantenerse en el poder a cualquier costo: ha recordado al electorado con fotos y visitas familiares que él fue y sigue siendo el hijo de un herrero; que su modestia no es óbice para tratarse de tú y vos con los oligarcas rusos Putin y Medvédev; que tan pronto puede jugar a la ronda de la manito de los aliados más corruptos de Estados Unidos en la región —Zardari, (Paquistán) y Karzai, (Afganistán)— o coger en sus brazos a una wawa y apachurrarla con ternura, o prestarle un delicioso servicio a la ultraderecha israelí, amenazando con desaparecer del mapa, nada menos que a Israel.
En el último tramo de la campaña no ha podido contar con el invalorable apoyo de su acérrimo enemigo, George Bush Jr. En su lugar, el nuevo presidente Obama mandó un discurso especial para los iraníes en donde reconocía la cadena de errores estadounidenses en su trato con Irán y anunciaba una nueva era de entendimiento. Entonces, ante la ausencia de enemigos externos, se apuntaló con los internos: denunció la corrupción, prometió combatirla, poner coto al desempleo y al espantoso número de drogadictos: cuatro millones, (el más alto del mundo). Todo muy bien, salvo un pequeño detalle: la corrupción, el desempleo y el incremento de la drogadicción se dio precisamente durante su propio gobierno.
Es que Ahmadineyad estaba tan animado en la campaña que se olvidó que él era el líder del mismo gobierno que pretendía cambiar. Por cierto, estas no son las únicas inconsistencias de un hombre al que muy pocos han visto el tránsito facial de la oronda sonrisa a la grave rigidez amenazante del gesto; digamos que es tan plano y doble como una moneda; el personaje cara y sello de una república sui géneris donde la Voz del Pueblo no es la voz de dios y la omnipotente Voz de Dios es sólo la voz de una élite de colegiados religiosos.
Este largo rodeo sobre la dualidad característica del Presidente de la República Islámica de Irán es fundamental para entender no solamente los extraordinarios sucesos ocurridos con posterioridad a las elecciones presidenciales del 12 de junio en Irán, (millones de iraníes movilizados protestando por un resultado electoral que consideran fraudulento; un gobierno teocrático contra las cuerdas, imputando la responsabilidad de la desobediencia civil más a la agitación promovida y subvencionada por “gobiernos extranjeros” que por el descontento de las masas en Irán) sino más para entender lo que no va a ocurrir: caída del régimen teocrático y la modernización de la sociedad iraní sobre un Estado independiente de la institucionalidad religiosa.
Los especialistas consultados sobre el futuro de las revueltas así como el de los candidatos víctimas del evidente anforazo (más votos que votantes) no despejan muchas interrogantes y casi todos coinciden en una banalidad: “Nadie sabe lo que va a ocurrir”, de dónde es lícito aventurar conclusiones como: si nadie sabe lo que va a ocurrir, entonces lo más probable es que no ocurra nada. ¿y qué cosa puede ocurrir si los dos bandos en conflicto: los guardianes de la revolución y los “contrarrevolucionarios” que piden saber donde están sus votos, antes de lanzarse mutuamente improperios, entonan, cada cual por su lado: “Alá, el Misericordioso, es todopoderoso y justiciero”?.
Con lo cual algo ya se va sabiendo: Los “contrarrevolucionarios” no quieren chocar contra los santos Ayatolas y más bien parece que son los Ayatolas los que están chocando entre sí a través de interpósitas masas y es poco probable que las santas discrepancias se deban a distintas interpretaciones de la lectura del Corán sino sobre mutuas, aunque veladas acusaciones de corrupción en asuntos nada celestiales sino muy mundanos y comerciales.
Entonces la marea verde de pañuelos (símbolo de la revuelta popular iraní) con todo lo épica y por más que se le acuse de pro occidental no se parece en nada a las revoluciones rosas y aterciopeladas de Europa del Este, donde las masas reclamaban el advenimiento de democracia pura y capitalismo a tope. Por otro lado, los airados marchantes iraníes están muy lejos de alcanzar la talla de los movimientos anticapitalistas europeos y estadounidenses y más lejos aún de las masas sudamericanas que reclaman el respeto al medio ambiente y una auténtica redistribución democrática de la riqueza.
Dicen los Guardianes de la Revolución Islámica, que ésta ya ha cumplido 30 años; es decir que tiene una longevidad que ni siquiera Trotsky, —en broma—, la daría por cierta. A uno, aritméticamente, le parece que si la revolución tiene tres décadas, lo revolucionarios, por lo menos tendrán el doble y a esa edad dudo que como guardianes sean estrictos celadores de los frutos de la revolución, serán más bien guardianes de los contratos que empresas “revolucionarias” celebran con un Estado santificado por la religión.
En América del Sur, —por Cuba—, sabemos muy bien que esas revoluciones, por muy épicas que fueran en sus orígenes, si llegan a viejas es que ya no son revoluciones sino residencias de ancianos y sus revolucionarios, seniles émulos de Don Napoleón Bonaparte.