En mi niñez, junto a las famosas historietas de El Llanero Solitario, Supermán y Tarzán, y otras más serias, como Vidas Ilustres; o los milagros y peripecias de santos que se daba cuenta en Vidas Ejemplares, empezaron a aparecer otro tipo de cómics; su formato era un poco más pequeño, pero lo verdaderamente distinto era el contenido; éste no estaba dedicado a resaltar las aventuras de ningún personaje en particular, sino en narrar cómo gente desprovista y en grave orfandad intentaba construir sus casas, acceder a postas médicas y escuelas y; sin embargo, a la vuelta de la esquina, eran acechados por personajes de rostros opacos, que siempre surgían de la oscuridad, con palos, banderas y piedras. Unos demonios con formas humanas que mitad asustaban y mitad tentaban a los menesterosos. Estos súcubos de la oscuridad no eran otros que los comunistas.
Estas historietas que eran pan para el intelecto no llegaban solas, solían distribuirse gratuitamente junto al refrigerio de dos panes con leche chocolatada que recibíamos de lunes a viernes los niños peruanos que asistíamos a las escuelas públicas. La historieta y el pan era fina cortesía del gobierno estadounidense, (oficialmente llamada, “La Alianza para el Progreso”); digamos que fuimos afortunados: una década anterior miles de niños coreanos conocieron otro tipo de generosidad estadounidense: La Guerra. La misma o más cruenta generosidad que, años después, vivieron o murieron, (según quiera el lector aceptar eufemismos o no) los niños vietnamitas.
El Perú, en ese tiempo era también, —como ahora—, una historieta real: había Congreso, había Minas, había Haciendas y había Cuarteles; y las viñetas iban de allí para aquí, y de allá para acullá; y a falta de héroes, la cosa más o menos quedaba, —como siempre—, entre villanos: ora con frac, smoking, tongo, guantes y escarpines blancos; ora con kepí, charreteras, botas y sables relucientes; los otros peruanos que no cabían dentro de esas viñetas, pero que sí formaban parte importantísima del paisaje natural del país se llamaban y aún son llamados subrepticiamente: indios.
Los que no conocían que los cerros eran templos donde moraban los dioses/Apus, pensaban que los cerros, o sea, —la misma puna— paría junto al ichu: Indios. De allí que la canción criolla, en homenaje a la fauna humana nacional testimoniara que la puna se hizo hombre y de allí propiamente nació el habitante peruano; digo, aquél que nunca llegará a “Esto es guerra” o “Combate” de nuestros días.
Volviendo al antiguo indio, digo que éste tenía aparte de su vida, muy poco. Carecía de salario, pero sí tenía comida, choza y una tierrita para sus gallinitas y corderos que le prestaba el hacendado; y además, así como hay día del ceviche y del pollo a la brasa, también tenía su día: el 24 de junio, Día del Indio.
Cuando el capitalismo se hizo fábricas, llegó la modernidad del salario y los indios se bajaron en masa a la costa, porque el sueldo, —por muy exiguo que fuere—, era mejor que la esclavitud del yanaconaje; ese fue el verdadero y el primer acoso del campo a la ciudad y la alianza natural de la hoz y el martillo que se dio en estas tierras, mucho antes que se divulgaran en el Perú los libros de Mao, Enver Hoxha, o de la Academia de Ciencias Sociales de la URSS.
Sobre la Hoz y el Martillo, el terrible símbolo del comunismo; o sea, de la alianza de los obreros y los campesinos para derrocar a los patrones, mineros, banqueros y terratenientes, se sabe y se ha abundado más que suficiente. Pero de su opuesto, la alianza de los nombrados en la lista a derrocar, muy poco; quizá porque no tienen un símbolo ni bandera única; su divisa es la religión y la moneda: el dólar, que en Dios confía.
Hoy día ya no caben los cómics; en vez de repartir historietas, han copado la prensa, la radio, la televisión y la iglesia; y ya no dan leche chocolatada con pan; pero desde entonces nos siguen repartiendo casi lo mismo; digo, nos reparten cada cierto tiempo, elecciones, candidatos y mentiras.
Como habrá podido discernir el lector; cada vez que me entero que en el Perú surgen alianzas insólitas para el progreso y desarrollo del país, entre los dueños de las minas y pueblo anónimo, me veo presa de una grave distorsión mental: regreso inmediatamente a mi niñez, a la otra cara de Corea y Vietnam; y esta vez, sin historietas ni pan y mucho menos, sin leche chocolatada.