Hasta antes del 17 de diciembre del año pasado, Túnez era un país casi esplendoroso; su costa mediterránea, —inundada de turistas europeos—, era, sencillamente, paradisiaca. Transparencia Internacional había subido a Túnez del puesto ciento cincuentaitantos al sesentaitantos. Los expertos económicos de occidente aseguraban que era el país africano con más alto índice de crecimiento económico. Todo un modelo a seguir. Su presidente, el señor Ben alí, era un mandatario africano que gozaba de la franca amistad de Nicolás Sarkozy, el mandatario francés; no en vano más de mil doscientas empresas francesas florecían en ese reino de la moderación afro-árabe-musulmán. La esposa del señor Ben Alí, Leila Trabelsi, era una dama muy distinguida, elegante, casi siempre con gafas al estilo Jacqueline Kennedy. Un alma caritativa y muy querida, a la que nunca le faltaba —en cada acto público— un ramo de flores, entregado con candor, timidez infantil y casi espontáneamente, por alguna niña tunecina.
El prolífico escritor italiano del siglo XIX, Emilio Salgari, (creador del célebre pirata Sandokán), recreó el fin del apogeo cartaginés en una novela vibrante: “Cartago en llamas”; allí, Cartago, (la luminosa Túnez de hoy), paga con fuego destructor y denigrante la osadía del gran Aníbal: haber puesto al gran imperio romano, al borde de la humillación.
Salgari se suicidó en 1910, pero parece que el rescoldo de las llamas de la antigua Cartago aún vaga como efluvios en los antiguos y modernos humillados. El 17 de Diciembre del año pasado, Mohamed Bouazizi, un joven tunecino de 26 años, al que los libros y el título universitario no le servían de mucho en este modelo de país africano, no pudo soportar que una policía municipal le pusiera una multa por vender fruta en la calle, como un ambulante cualquiera, sin la autorización respectiva. No apeló a darle la vuelta, ni a correr, ni a convidarle manzanas para la casa, o duraznos para el postre. Ni a sonreírle y pasarle furtivamente un sencillo. No. Se roció con gasolina el cuerpo y en una calle aledaña al mercadillo, se prendió fuego.
Bouazizi, murió 10 días después en el hospital con diagnóstico de muerte por quemaduras graves. El mundo no ha tomado nota del nombre de aquella inflexible policía municipal. Pero la muerte por inmolación del joven tunecino encendió la pradera social de un Túnez completamente distinto y desconocido.
A las pocas horas de su deceso, se desataron las protestas en el pueblo del inmolado. No faltó quien las filmara y colgara en Internet y la noticia/chispa se expandió por todo Túnez. La ira se convirtió en revuelta a nivel nacional y con los días en revolución. Los fantasmas vivos que fabrican los “altos índices de crecimiento económico”, súbitamente se corporizaron en gentes de carne y hueso y, principalmente, con voz estentórea y antigua clamando la caída del régimen.
Ben Alí salió primero en televisión, a calmar a “su pueblo”: “De irme, me voy a ir; pero en el 2014, que es el año que me toca irme por la ley de jubilación”. A los pocos días la ira popular le aceleró el tiempo tremendamente y salió como salen todos los de su calaña: en avión y con sus seres y enseres más queridos: consortes, hijos y lingotes de oro. Y Ben Alí se fue de Túnez, volando sus 23 años en el poder. Se fue con rumbo a Francia; pero en medio vuelo se enteró que Sarkosy realmente no había sido el amigo que decía ser, no lo querían en Francia, y se hubiera quedado en el limbo si no hubiera sido porque sus pares de Arabia Saudita lo recibieron quizá pensando que otros, quizá mañana, hagan lo mismo por ellos.
Con Ben Alí fuera de Túnez salió la otra historia del crecimiento económico, aquella que nunca sale gracias a la labor institucional de lavandería de imagen que presta siempre la prensa seria e independiente de cada país. Los trabajadores que tienen la suerte de tener un trabajo formal no tienen jubilación, (¿algún paralelo con los sueldos/honorarios profesionales locales?); los de menos fortuna, a vivir dando tumbos entre el empleo basura y el desempleo total.
El verdadero relieve del progreso se hizo evidente a las pocas horas: El Mamón Mayor: Ben Alí y la familia de su esposa, los Trabelsi, socios participantes de cada “inversión extranjera”. Mamones Menores: la policía y fuerzas de seguridad, recipientes en menor escala del “chorreo” secundario de la inversión extranjera y con patente para recursearse “fondos propios”, apretando a la población cada vez que “infringe” la ley, (caso de la policía municipal, por ejemplo).
En la historia del África nunca un gobierno ha caído por la presión popular directa;. O bien caían blandamente vía largas negociaciones como el régimen del Apartheid en Sudáfrica; o porque un general del ejército tumbaba al gobernante civil de turno o a otro general en el mismo puesto. En cada cambio abrupto de gobierno siempre había un corrupto sin dónde robar reemplazando a un corrupto robando. Nunca nadie se había rebelado contra el producto principal de la corrupción: la humillación de los desamparados. Los jóvenes revoltosos que irrumpieron en la residencia de los Ben Alí, luego de su fuga, no entraron a robarse las propiedades de los encumbrados, sino a destruirlas.
Qué distintas son las masas que hoy agitan el norte de Africa, (Túnez, Egipto, Jordán, Yemen), con aquellas masas de alquiler que teatralizan enconadas “luchas democráticas”, digamos, en Tailandia; o aquellas que asisten ululantes tras los diversos candidatos electorales en América Latina, cambiándose de polos, logos y consignas con pocas horas de diferencia, con tal de ganarse algún diario.
La lucha contra la pobreza tal vez este exterminado al proletariado; pero, ¡ay!, un nuevo enemigo surge: El Precariado. Aquellos que tienen vivienda precaria, empleo precario y por lo tanto comida y salud precaria, que tanto futuro depara como que da lo mismo vivir para iluminar la Renta Percápita, —esa única democracia aritmética que hace iguales a ricos y pobres—. O irse al otro mundo, envuelto en llamas, como Mohamed Bouazizi, para no soportar tanta humillación.
Publicado originalmente en LaRepública.pe