Uno daba por cierta que la más importante y única función del Congreso peruano era hacer desaparecer anualmente 500 millones de soles de los fondos del erario público, bajo la modalidad de diversos rubros: llámese gastos de mantenimiento del local, servicios varios; y, principalmente, el mantenimiento de las buenas costumbres de los congresistas; digo, sueldos de tribunos del primer mundo; viáticos y gollerías para que no pierdan entusiasmo; y, —rara vez—, gastos en billeteras y carteras de fino cuero repujado, como obsequio a sus asesores para que allí guarden modestamente el sencillo que les toca a los de abajo como parte del magnífico chorreo congresal.
Pero hete aquí que cuando se esperaba que el actual Congreso siguiera los usos y costumbres que garantizan la continuación de esa ley natural en virtud de la cual cada nueva representación congresal siempre termina siendo peor que la anterior, esta última representación nos ha dejado una de las más bellas piezas de legislación electoral jamás redactada en este foro. No caben dudas de ningún tipo que los actuales legisladores difícilmente encontrarán pares en el futuro que igualen en profundidad legislativa su portentosa obra.
Cuando los ánimos electorales del actual momento se hayan calmado y cuando los cronistas e historiadores sustituyan con paciencia a los siempre leves y fugaces tituleros de la prensa diaria, la nación podrá apreciar la magnitud del peso jurídico de este Congreso que se nos acaba.
Es cierto que aparte de bagaje jurídico, para entender cabalmente el asunto, habrá que contar con una sólida base en zoología pues a medida que se desentrañen los intríngulis de la ley electoral, se irá revelando cómo es que aquél instinto primario de supervivencia atribuido a la fauna congresal: “Otorongo no come Otorongo” y tomado por cierto durante tanto tiempo, resultó falso para concluir en un trágico: “Otorongo mata a Otorongo”.
Puede el lector ponerle hasta ritmo de landó si prefiere, cambiando Toromata por Otorongomata, añadiendo un ahíííí bien estirado adonde quiera y un rumbambero dando vueltas para cerrar el landó. Y quedará precioso.
Hasta ahora la Ley mataotorongo ya se ha cobrado la vida electoral de dos candidatos/otorongos presidenciales: Acuña y Guzmán y ha mermado notoriamente las posibilidades de sus invitados/aspirantes a otorongos congresales, quienes huérfanos de locomotora electoral no llegarán a trepar la cuesta que los deje sentados en una curul.
En este landó mata políticos, con gran habilidad felina los hijos del Alberto han contado con esa discrecionalidad jurídica tan peruana, que permite a los jueces dejar de aplicar la ley si con esta omisión se sirve o beneficia a quien, si no goza de simpatía judicial, por lo menos cuenta con los recursos extrajudiciales necesarios para caer simpático.
Dice el latín dura lex sed lex, (la Ley es dura, pero es la Ley); pero acá la dureza se ha traducido por duración y esto es lo que explica como durante un tiempo se aplica a unos y durante otro tiempo, ya no es aplicable. Pero lo cierto es que con los soponcios que la ley ha provocado en la casta política, es seguro que su duración tenga un corto periodo de vida y el próximo Congreso la derogue para evitar el fratricidio parlamentario.
Sin embargo, más allá del texto, hay que saludar el espíritu de esta norma que en el fondo prohíbe dos cosas: que la democracia se sustituya por un comité de notables, (los dueños del partido). Y que la ostentación, (el gran defecto de los peruanos que han hecho plata sin sudarla) sea penado por ley. De modo que la “generosidad” anual de los alferados o el derroche de los platudos en las kermeses o las polladas, se vea como una tara, (plata mal habida), y no como un signo exterior de éxito personal.
Ningún congresista de este período se explica cómo es que esta ley ha sido redactada en ese sentido. Aunque la explicación es bastante sencilla: ellos no la han escrito sino sus escribidores/asesores. Fueran ellos jugando a hackers contra sus jefes o los duendes que siempre rondan en todas las redacciones, la cosa es que les salió una tremenda Ley.
Bien vista, —aunque digan lo contrario los expertos—, la ley no es mala. Y en puridad, —de aplicarse estrictamente—, libraría al país de una odiosa caterva de truhanes.