Sería un contrasentido decir que Wall Street se ha puesto de moda en estos días. Wall Street, la simbólica arteria financiera de Nueva York, no necesita eventos anuales para que en sus pasarelas, detrás del bamboleo famélico de sus modelos, los diseñadores del buen gusto y mejor vestir peguen el último chillido chic y que el mundo, al día siguiente, empiece a copiar los rasgos, trazos y retazos de última confección. No; Wall Street siempre ha estado de moda. Tanto que si algún historiador quisiera buscar la dirección del capitalismo, en la guía de la historia, todo lo podría encontrar no en los tratados de Marx ni Adam Smith, sino en Wall Street: en sus aceras siguen transitando las angustias y vanidades del sistema, del mismo modo como se pegan en la madera de las mesas y barras de los bares, las alegrías y tribulaciones de sus parroquianos.
Tom Wolfe, el célebre escritor estadounidense, escribió en el prólogo de su obra cumbre, La Hoguera de las Vanidades, que esperó décadas para leer alguna novela que recogiera la vitalidad fantástica de la ciudad más importante del mundo: Nueva York. Como su espera fuera en vano, decidió escribirla él mismo. Entonces, creía él que estaba escribiendo La Colmena (Camilo José Cela, España) neoyorkina; pero, sin saberlo, escribió la novela magistral del capitalismo: en sus páginas se trenzan con naturalidad genuina los grandes rasgos del sistema: la febril y vibrante Wall Street con las dantescas dimensiones de Harlem; el oropel de Park Avenue y la Quinta Avenida con la sombría sordidez del Bronx. Mucho antes que el huracán Katrina mostrara al mundo las dimensiones tercermundistas de Estados Unidos, Wolfe, en su gran novela, descubrió aquel tercer orbe en el propio corazón del primer mundo y muy cerca de la mítica Wall Street.
En estos días Wall Street ha dejado de ser el Cabo Cañaveral de los astronautas terrestres de la riqueza extrema, siempre protegidos por las diversas escafandras que proveen los millones de dólares: departamentos exclusivos, hijos en colegios exclusivos, restaurantes y bares exclusivos, limusinas y mercedes que los llevan de aquí para allá sin asomarse jamás a las bocas dantescas del underground y sus venas subterráneas, atestadas de gentes.
Ahora las calles del distrito financiero de Nueva York son tan iguales como cualquier calle del mundo; Liberty Square (Plaza de la Libertad) puede ser perfectamente La Puerta del Sol de los indignados madrileños de agosto pasado; o la Plaza Tahrir egipcia de Febrero. Los ocupantes neoyorquinos que echan sus bártulos en el suelo no son otros distintos a los bloquean carreteras en el tercer mundo. Estos invasores de Wall Street han roto las parrillas noticiosas del sistema occidental y los esquemas ideológicos de la “izquierda científica”. La derecha los acusa de anti-semitas (los judíos son los hombres del billete en USA) y los marxistas, los acusan de anarco-capitalistas, porque no tienen concepción de clase, no tienen sindicatos y son muy espontáneos.
No obstante las críticas de una y otra orilla, los jóvenes, —que se han manifestado globalmente el pasado 15 de octubre—, sin manuales y sin más ideología que la indignación están poniendo los hitos de un “Mundo Joven” en el mismo erial donde ahora muere quebrado el capitalismo, porque, valgan verdades, ¿de qué vale el capitalismo, si ya no tiene capital?
Pero no solo es el Wall Street de asfalto el que anda revuelto; coincidencias aparte de los jóvenes que protestan en Nueva York, el sacrosanto mundo de la prensa occidental anda con la fortuna torcida. Se ha descubierto que uno de sus buques insignia, The Wall Street Journal, fraudulentamente “inflaba” su circulación con el fin de generar mayores ingresos por publicidad. No era un mero artificio contable sino que pagaba a terceros para que éstos compren volúmenes considerables de su tiraje, configurando así una falsa demanda de su periódico.
Cuando la prensa era temida por el poder, éste salía a comprar la prensa masivamente “para que el público no la lea”; ahora que el poder se ha apropiado de la prensa, también sale éste, pero comprándose a sí mismo y con un fin completamente distinto: “para que el público crea que su prensa se lee.” Pero esto no era lo único fraudulento, The Wall Street Journal para fomentar su influencia en las futuras élites de gobiernos y corporaciones, hacía lobby para que sus columnistas sean conferencistas en las mejores universidades del mundo.
Que mejor universidad, ahora que la calle donde se asientan los okupas de Wall Street, y que mejor oportunidad para que los grandes columnistas, empiecen ahora, a conocer el lugar donde todos los conocimientos comienzan y terminan, en la pura calle.