Los que han estudiado el por qué colapsan las sociedades, han llegado a la conclusión de que éstas son incapaces de notar los grandes cambios que afectan su propia estructura social; resulta que las transformaciones que rompen el tejido colectivo son imperceptibles en el día a día y sólo pueden apreciarse con el transcurso de los lustros o las décadas. Y claro, como no hay ni paciencia ni instrumentos montados para la observación de lo intangible a largo plazo, lo cambiado parece que nunca ha cambiado, que siempre ha estado ahí y que el mañana será una sencilla continuación del hoy y del ayer.
Durante buena parte del siglo XX, en el Perú, los médicos se dedicaban a la medicina; los abogados a las leyes; los profesores, a a la enseñanza; los curas, a la parroquia; los periodistas, a las noticias; los carpinteros a la carpintería; los taxistas, a sus taxis y, para abreviar, los zapateros, a sus zapatos. Algunos filósofos vieron en este tipo de especialización unidimensional una manifestación totalitaria y represiva de la sociedad. Pero otros creían que al tener todos los oficios una jornada determinada, al acabar ésta, el ser humano se liberaba del yugo del oficio y podía, con el tiempo restante, o bien dedicarse al ocio, o al cultivo de alguna afición. Por ejemplo, el cultivo del arte de la música podía juntar en una sola cofradía, a un médico, un taxista, un profesor y un carpintero.
Pero llegó la crisis mundial de los 80s y con ella la precarización de la sociedad; el oficio, la profesión o cualquiera que fuese el trabajo ya no alcanzaba para cubrir la canasta familiar; entonces, medio en broma y medio en serio se empezó a institucionalizar el cachuelo; es decir cualquier otra actividad colateral a la principal con tal de “Ganarse alguito”; humilde precursor de ese gran edificio institucional del Perú contemporáneo que es “¿Y cómo es la mía?”
Entonces todo se trastocó; la angurria adquirió estado de elevada categoría social bajo el nombre de “Emprendeduría”; el que no era empresario o capitalista (pequeño, mediano o grande) era un tonto; así, los curas empezaron a dobletear entre el asunto de las almas espirituales y las almas maters universitarias; los profesores entre las aulas del colegio y el instituto privado; cada médico con su propia mini clínica; los abogados con sus empresas de taxis, y así el número de permutaciones entre distintos oficios y profesiones puede dar para llenar varias cuartillas; aunque esto de permutación tiene muy poco, pues no es que todo era cuestión de repartir a cada uno “la suya”, pues por mucho que un abogado sepa de leyes, lo suyo no es ser taxista y el dominio de la anatomía no vuelve a un médico en empresario.
Ahora que todos afilan cuchillos para tasajear al Contralor por dobletear como comerciante —con sus hijos, o por cuenta propia— digo si no sería el momento oportuno para reivindicar la unidimensionalidad laboral y empezar a poner en la lista de apestados, a los curas empresarios; a los militares metidos en negocios de seguridad; a los congresistas con volquetes y camiones; a los médicos que dobletean entre la salud pública y el consultorio privado; a los policías que dejan la esquina para repetirse cuidando bancos; a los cocineros que son grandes empresarios; a los abogados que son agricultores; a los ministros que son lobistas; a los presidentes que son cacos y lobistas; en suma, a todos los políticos que están haciendo la competencia desleal a los auténticos integrantes del hampa.
Sí, —ya sé—, para eso tendríamos que cambiar a todo el Perú. Pero es que con tanto profesional vuelto comerciante, ya no se sabe si el Perú es un país o una tienda, donde todo se puede comprar y despachar.
Publicado originalmente en ElBuho.pe