Las Malvklandias

Tuve algunos indicios para ubicar con exactitud el lugar donde se encuentran estas islas, las Malvklandias. Me dijeron que estaban en el extremo austral del continente americano; los que aparentaban tener más conocimiento al respecto, —aunque no me precisaron latitud ni longitud alguna—, me aconsejaron que si contaba con un navegador satelital podría poner como primera referencia un lugar llamado La Casa Rosada, en Buenos Aires, Argentina. A partir de allí, todo para abajo, al sur… por allí están.

Después consulté con otras gentes; les resultaba algo familiar el nombre; “Tienes que preguntar en 10 Downing Street, en Londres, Inglaterra; —me dijeron—, probablemente allí te den referencias más exactas; es decir a miles de kilómetros al sur oeste del meridiano de Greenwich”.

Confieso que en mi búsqueda no consulté con ningún geógrafo ni menos con historiadores, porque estos últimos tienen tanta habilidad para unir sucesos, documentos y personajes; puestos todos con tanta coherencia en uno y otro lado,  que muchas veces uno termina tan perdido que olvida lo que estaba buscando o preguntando. O tal vez sea porque sepa inconscientemente que la orientación que busco no está en los anales de la historia.

A decir verdad, puesto a elegir entre la Historia y la Ucronía; me quedo con la segunda, pues la Ucronía es el recuento de todos los hechos que dejaron de suceder para que la historia termine ocurriendo como ocurrió. Lo que se dejó de hacer, —en estos casos—, la más de las veces explica con mejor detalle el por qué de las cosas. Digo esto porque a uno siempre le han dicho que pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla.

Claro que el fatalismo de esta condena es para los pueblos que tenemos “mala historia”; de esa que mejor ni recordarla. Lo trágico es que a pesar de lo mala que haya sido, hay que aprenderla para no repetirla; pero es sabido que el cerebro no puede aprender sin memoria y ésta, solo se fija, repitiendo los hechos que se quieren aprender.

No faltará quien diga que la maldición de aquel adagio no solo corre para los pueblos con “mala historia”; sino también para aquellos con una “historia buenaza”. (Cuando digo mala o buenaza, me refiero por supuesto a conquistados y conquistadores; a victorias y derrotas). Dicen pues, que como recordar es volver a vivir, piensan los triunfadores que también es posible vivir recordando el pasado glorioso, vía la repetición en el presente de los hechos remotos. Aquí es donde entra el virus de la descomposición histórica y el posterior colapso de los grandes y pequeños imperios: Creer que el presente tiene que ser —por alguna razón divina, étnica, (ponga el lector el adjetivo que prefiera), — la continuación del pasado.

Y aquí es donde empieza a emerger con mayor nitidez el relieve de las Islas Malvklandias, un escenario donde se juntaron dos historias,  una mala y otra buenaza. Independientemente del resultado de aquel cruce de historias, ninguna consecuencia fue buena a largo plazo, aunque en su momento pudiese haber parecido lo contrario.

Como se habrá percatado el lector, he armado una geografía imaginaria donde cualquier parecido y semejanza con el conflicto que enfrentó al Reino Unido contra Argentina hace 30 años es meramente intencional para retratar, no los motivos históricos que cada parte señala en la fundamentación de su propósito bélico, sino las taras/mitos nacionales que alentaron el conflicto, que llevaron al gran Jorge Luis Borges http://es.wikipedia.org/wiki/Jorge_Luis_Borges  a sentenciar la guerra con esta lapidaria frase: “Fue una pelea entre dos calvos por un peine”.

Podríamos prescindir de muchos de los detalles de la guerra y concentrarnos en dos aspectos fundamentales: la nostalgia por la aureola imperial perdida, que quería “devolver” al Reino Unido al “lugar” que ocupaba antes en el mundo;  y la bravuconería del cachaco latinoamericano que creía que el poder surgía simultáneamente tanto del fusil como de su abusiva soberbia.

Que 30 años después, a uno y otro lado del Atlántico, se sigan aferrando a los errores de ese entonces y no hayan podido encontrar vías de solución que los libere de un pasado que nunca debió ocurrir y que ambas partes son conscientes de no poder repetir, solo sirve para dar validez a dos reliquias que solo tienen valor o bien en el cine (Margaret Thatcher,  http://es.wikipedia.org/wiki/Margaret_Thatcher  La Dama de Hierro), o en el museo del vergonzoso olvido, Leopoldo Galtieri http://es.wikipedia.org/wiki/Leopoldo_Galtieri .

Si hace tres décadas era el pleito borgiano de dos pelados por un peine; ahora, en pleno apogeo de la globalización, donde la soberanía ya no la ejercen los estados sino las corporaciones, resulta lastimoso el apoyo popular y reivindicatorio de las islas. Habida cuenta que los paisanos ya no son dueños patrimoniales de su país y que a lo mucho, solo les  queda el patrimonio de fijar su voto cada cierto tiempo para cambiar un gobernante por otro siempre, pero nunca el destino.

Entonces, uno se queda mejor con el alma de paria, como el gran Atahualpa Yupanqui, que en sus años de arriero por las pampas argentinas, sabía muy bien que las vaquitas (las tierras) eran siempre ajenas; las penas, esas sí son de nosotros.

Publicado originalmente en LaRepública.pe

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