Llevan, —algunas veces—, cierta carga de justicia poética los encuentros entre las graves dolencias y quienes las padecen. Por ejemplo que Ariel Sharón, (quizá el más importante estratega israelí y casi padre de todas sus guerras), viviese en coma los últimos años de su vida, debido a un derrame cerebral, no tendría por qué ser destino extraño a un cerebro que la mayor parte de su vida se dedicó a diseñar cómo derramar la sangre del enemigo.
Y puestos en estas dolencias de la memoria y la historia, el caso del recientemente fallecido Adolfo Suarez, primer presidente de la democracia española o del post franquismo, —según se mire—, quien hace ya años y también víctima del alzhéimer había perdido la memoria, tanto que alguna vez al reseñarle su etapa de gobernante, él espetó: “¿Qué yo fui presidente?, ¡ni loco!”.
En el caso de Suarez, su final resulta doblemente paradójico; no solamente muere un personaje desmemoriado sino aquél a quien los poderes fácticos de su época encargaron dirigir la extirpación de la memoria histórica de todo un pueblo, —labor no muy ajena a los castellanos quienes por estas tierras empezaron practicando, durante la conquista, la extirpación de todas las idolatrías ajenas a las suyas—.
Con Suarez España se pegó un lapsus de más de cuatro décadas. La misma monarquía borbónica que huyó despavorida en 1931, 45 años después reaparece y “nombra” un presidente “democrático”. El partido comunista renuncia a la república y a la lucha de clases, el partido socialista renuncia al anti belicismo y acepta la presencia de bases norteamericanas en España; y los franquistas renuncian a aplicar contra los opositores la ley de fuga y la de los cementerios rápidos junto a las carreteras; dejan su uniforme fascista, se ponen terno y corbata y se vuelven retóricamente parlamentarios.
No en vano, Leopoldo María Panero, el gran poeta maldito español resumió ese país y ese tiempo con una frase lapidaria: “España es una enfermedad mental”.
Ese lapsus psicológico colectivo fue lo que el imaginario político hispanoamericano convino en llamar “la transición española”. Nos dijeron que aquel proceso político fue un evento “modélico”, la cartilla que se debería seguir después de cada dictadura y la única que garantizaba el tránsito al reino de la social democracia, al estilo europeo.
Pero no le ha durado mucho el lustre a la democracia de la post guerra en Europa. Ya empieza a hacer agua, abrumada por la crisis económica, la abstención electoral, el auge de los fascismos locales y el descrédito casi total por la clase política, que el electorado percibe como servidores abyectos de la banca y las grandes corporaciones. Por supuesto, esto nunca aparece en el retrato oficial que hacen de sí mismas las sociedades europeas en su medios de comunicación; pero no hay dudas que este retrato ya está instalado en el inconsciente colectivo, y que a medida que la crisis aprieta empieza a emerger cada vez más nítido y consciente.
Es en este contexto en el que la apatía se transforma en entusiasmo y la abstención en participación, donde aparece en España el primer movimiento de indignación ciudadana, llamado 15 M el año 2011, seguido de movimientos sectoriales llamados “mareas ciudadanas” que en diversos momentos han resistido los ataques contra los derechos sociales. El pasado sábado 22 de Marzo, confluyeron en Madrid decenas de miles de manifestantes provenientes de seis columnas ciudadanas de todos los rincones de España; ya en la capital, el delta humano se convirtió en océano ciudadano.
Y aunque este evento multitudinario fue ocultado por la prensa y televisión local, los medios independientes (especialmente digitales) mostraron su verdadera dimensión. No fueron pues, 40 mil personas “protestando contra los recortes presupuestales” sino más de millón y medio de ciudadanos, donde era notoria la ausencia de la bandera nacional de España, pero abrumador el número de banderas republicanas. Los analistas más neutrales afirman que en esta marcha, llamada de “La Dignidad”, hubo más personas manifestándose en Madrid, que cuando la selección española consiguió el último campeonato mundial de fútbol.
Puede entonces resultar útil establecer analogías entre la Marcha de los Cuatro Suyos hecha en el Perú en el año 2000 y esta última, de La Dignidad, en España. Ambas se parecen en que intentan horizontalizar el poder y la sociedad; se parecen en que tuvieron una gran participación popular. Pero difieren en todo lo demás: mientras la del Perú fue liderada por Toledo y los partidos que fueron desplazados de la ubre del Estado por Fujimori; la otra contó con la ausencia notoria de partidos políticos; digamos que se formó y organizó autónomamente desde abajo; y desde abajo decidió su dirección. Finalmente, la Marcha de los Cuatro Suyos terminó con lavandería de teatro y revolución de verbena, para luego seguir construyendo el segundo piso de la casa que construyó Fujimori.
La que acaba de ocurrir en España no acaba con pedidos de mesas de acuerdos nacionales, de lucha contra la pobreza, o de mesas de diálogo sobre conflictos específicos, sino con una convicción muy clara: Ningún político ni menos partido político alguno está en condiciones de resolver los graves problemas que afectan la ciudadanía. Ésta tiene que organizarse y actuar autónoma y pacíficamente, sabiendo que la democracia es incompatible con cualquier monarquía y el régimen de excepción que gozan la banca y las grandes corporaciones.
A la luz de este dinamismo social y contradiciendo a Fukuyana, es posible avizorar que la historia todavía no se ha acabado y que no solamente vive en los libros, sino que, además de eso, tiene muchas páginas en blanco, donde hay mucho aún por escribir.