Los militares tailandeses tienen una peculiaridad interesante y poco común entre sus congéneres: les gusta la democracia. Pero de la buena; bien ordenada, en fila, disciplinada y como debe de ser, limpia. Cuando esta empieza a errar, les entra un prurito purista y la paran, la desarman, la reparan por un tiempo y cuando está a punto, la ponen de nuevo a marchar. Y si esto no es suficiente, mudan de tropa y uniforme; casi como sutil ejército en rompanfilas alquilan civiles, hombres y mujeres, impecablemente uniformados de amarillo y los mandan a romper al gobierno de turno.
Por eso, cuando ellos hacen lo que en otras partes se llama golpe militar, en Tailandia se llama “reforma democrática”. Con este método ya en el 2006 defenestraron del poder ejecutivo al Primer Ministro, Thaksin Shinawatra, elegido por abrumadora mayoría en el 2001 y reelecto en el 2005. Thaksin, a juicio de sus opositores, tenía dos cualidades incompatibles con la democracia: ser archimillonario y suscitar más simpatías en los campesinos que la tradicionalmente inspirada por el Rey Bhumibol Adulyadej, llamado con modestia real: el “Grandioso”.
Los restauradores militares concluyeron su afinamiento democrático en el 2007 y convocaron nuevas elecciones, pero la mayoría tercamente se opuso a sus deseos. Volvió a vencer Thaksin, aunque a través de interpósita persona: el respetable cocinero Samak Sundaravej. Quienes votaron en contra y a favor de él, lo hicieron por el mismo motivo: todos sabían que detrás de sus ollas, recetas y aspecto bonachón, estaba nuevamente Thaksin, el más opulento tailandés, dueño, —por si fuera poco— del famoso equipo inglés de fútbol Manchester United.
Poco le duró la victoria al Chef metido a Primer Ministro: el Tribunal Constitucional Tailandés, elegido por el Rey y apoyado por los militares, lo destituyó por incompatibilidad entre recetas y decretos, como hace unos días también destituyó a su sucesor, un cuñado del famoso Thaksin, acusándolo de haber comprado votos. Todo esto agitado con marchas incesantes de la portátil amarilla llamada Alianza del Pueblo para la Democracia, cuyos miles de manifestantes tienen una bandera bastante reveladora: Piden que el voto campesino sólo valga la mitad, por una razón muy importante: la masa campesina es ignorante y muy fácil de manipular.
El antiguo reino de Siam, de gente amable y mística, de exóticas playas, ha dejado de ser un remanso paradisiaco. La hoy agitada Tailandia es últimamente un hervidero social que no deja de ocupar las primeras planas de los noticiarios internacionales. Con casi un tercio de la superficie del Perú, tiene dos veces su población y, al parecer, algunos sueños afines. Precisamente en los aeropuertos de la capital, Bankgok, se ha cumplido la quimera común de aquellos cuya pobreza nunca les alcanzará para viajar allende cielos y mares: en compensación al infortunio de no poder viajar al extranjero, por lo menos cumplen el sueño de quedarse a vivir un tiempo en el aeropuerto, un limbo donde ya se siente la distancia y se huele el extranjero y, al mismo tiempo, se siente la nostalgia del terruño. Los manifestantes tailandeses han ido más lejos que los peruanos que tomaron los aeródromos de Juliaca y Arequipa por horas. Poco o nada les importó a los asiáticos que miles de turistas quedaran varados; o que sus mentores, los militares y monárquicos —que los usan hace seis meses como portátil democrática en la lucha contra un gobierno electo democráticamente— les dijeran que ya no era necesaria la protesta, que los corruptos ya había caído. A regañadientes y con la resaca de la horda encima, se tomaron su tiempo para entregar los 88 aviones donde sus sueños volaron durante dos semanas, sin haber despegado un centímetro, del suelo tailandés.