Mucho se ha abundado sobre la calidad de la clase política contemporánea; entendida ésta, más como el conjunto de individuos que asumen roles políticos que como entidad particular que cumple una función en la sociedad. Habiendo desaparecido —para todo propósito práctico— los partidos políticos y su propósito de transformar la sociedad en base a sus idearios y líneas de acción, también ha desaparecido la capacidad de evaluar y juzgar a la clase política en base a patrones ideológicos y resultados de eficiencia social.
Hablando en simple, al no haber políticos de verdad ya no hacen falta ideólogos, ni mucho menos, expertos en ciencias políticas. Ningún “político exitoso” (entiéndase esto último como el que gana una elección) cuenta entre sus filas a un equipo de ideólogos ni menos una base de datos confiable que les devuelva el resultado efectivo de sus acciones. Desde Obama, en USA, o hasta el más modesto alcalde distrital en el Perú, lo necesario para que cualquier impostor haga política efectiva es tener alguien que le haga “caja”, digo billete; y un equipo que le haga publicidad; o sea que le vendan el producto que “más le gusta a la gente”. La fusión apropiada de estos dos factores determina el éxito electoral: con caja se compran las masas que asisten a las ferias electorales y los espacios (los medios de comunicación) donde se difunde cuanto le está gustando a la gente el producto/político/candidato.
Este ha sido el tránsito entre política y mercado; de modo que parte de los defectos en enfocar la problemática política actual, consiste en querer juzgar y evaluar a los actores políticos como si fueran tales, cuando —en el fondo—, son únicamente cosas; simples mercaderías electorales que nada tienen que ver con la política.
Lo que nos lleva, otra vez al origen. Cómo juzgar a los impostores que fungen de políticos si no hay referencias ideológicas ni métodos prácticos para comparar los resultados de sus actos. Por supuesto, para este fin, no nos van a servir entidades como el Jurado Nacional de Elecciones o cualquier mamotreto engendrado por la mentada “sociedad civil”.
Pero tampoco es una tarea imposible; digamos, no hay que buscar la piedra filosofal, solo basta arar en la condición humana, pues la política que no es mercado, es una actividad fundamentalmente humana que va más allá de la emotividad.
Dicho en otras palabras, la materia prima de la política, son los valores humanos y entre ellos, si no el principal, el más elevado: la solidaridad.
Y no es fácil ser solidario, entre otras cosas, porque es un arte que llega con la madurez fraguada en la humildad. No es fácil ser solidario, porque fácilmente también se confunde con la magnanimidad, que es ser bueno, porque uno se cree superior: solo desde arriba se puede ayudar a los de abajo.
Y es un arte mayor, porque implica altas dosis de histrionismo invisible: convertirse en el prójimo, mirar la vida desde sus ojos, sentir su dolor, palpar sus limitaciones y cobijar sus resentimientos. Solo del ser solidario brota la justicia que es una doble victoria sobre la revancha y la envidia.
Solo los infantes y las sociedades infantilizadas (digo la sociedad contemporánea) no son solidarios porque predomina en ambas el principio del placer: quiero esto, me gusta esto, dame esto, cojo esto. El egoísmo en suma, que, cuando no satisfecho, deviene en envidia.
Así, el infante insatisfecho, “madura” y se hace “político”, entonces sublima su egoísmo y esconde la envidia detrás de la lucha por la “justicia”. Ejemplos hay a raudales en la historia, y cada lector encontrará los suyos en su propio mundo. De rigor, pongamos como ejemplo, al primer servidor del estado peruano y su familia: padre y hermanos revolucionarios, porque el mundo era “injusto”; al primer atisbo de poder ser ellos los “injustos”, se desmadran.
Arte menor y perverso: convertirse en el que medra con el prójimo, para vengar lo injusto que era el mundo cuando yo no era el que impartía injusticia.
No he escrito ninguna novedad. John Steinek, guionista de Elia Kazan, en la película Viva Zapata llega al clímax narrativo cuando el revolucionario mexicano, ya en el poder, en un flash back, regresa al principio de su gesta revolucionaria, viéndose él en el cuerpo de un humilde campesino, quejándose de las injusticias de los poderosos. En ese momento, Zapata reconoce que se ha convertido en lo que odiaba. Y corta por lo sano. Abandona el poder y se va con los humildes.
Zapatero a tus zapatos, dirán los pillos como quien dice que Zapata es historia y de loosers que es lo peor. Confirmando que esas historias no se repiten, el primer servidor del estado peruano, no hace mucho, frente a la federación de poderosos, en un conato de confesión sincera se franqueó: “Yo he cambiado más que ustedes”.
Claro que sí.