De no haber sido el peor Presidente de la historia de su país, George Bush podría haber sido un buen boxeador. Lo demostró a mediados de diciembre pasado cuando, —con precisos y rapidísimos movimientos del cuello—, esquivó con gran habilidad un par de zapatazos que de haberle alcanzado la cara de lleno, lo habrían dejado noqueado en la lona/podio desde donde difundía su perorata. Sólo un púgil habilidoso puede hacer eso: sentir que el coma inducido de un jab acaba de rozarle los pelos y seguir con la cabeza encima del hombro, sonriente, como si nada hubiera pasado; incluso atinó a decir que estos sucesos son de esperar en cualquier país donde impera la democracia y donde sus ciudadanos pueden expresarse libremente.
Uno de estos ciudadanos, Muntazer al-Zaidi, dueño de los zapatos lanzados a Bush, muy pronto vio como éstos regresaban convertidos en Bumerangs, con lluvia de coscorrones, patadas, jaladas de pelo y demás impactos que unas horas después tuvo ocasión de inventariar: politraumatismo encéfalo craneano, hematomas en los ojos, una costilla rota, pérdida de un diente y quemaduras en las orejas; esto último como producto de un interrogatorio, en el cual supuestamente confesó que un terrorista lo había inducido a realizar “ese acto tan feo”, por lo que rogó clemencia al señor presidente de Irak, Nouri al-Maliki. Todo este perdón bien escrito y bien firmado en una carta que el gobierno iraquí se cuidó de difundir a la prensa extranjera; con poco éxito, por cierto, habida cuenta del poco valor que puede tener una confesión escrita sin la compañía de la imagen respectiva, en pleno apogeo de la multimedia.
Hay que haber sido reportero de política, tener un mínimo de memoria y bastante tolerancia contra la incoherencia, sumado a un gran control de los músculos faciales para que no asomen los gestos de las arcadas que se sienten cuando uno escucha las peroratas de los políticos; para luego regresar calmamente a la redacción y componer una nota sobre las estupideces elucubradas por estos personajes, sin que parezcan estupideces y, además, que luzcan sobrias y respetables a ojos del editor.
Es obvio que para el reportero iraquí Muntazer al-Zaidi todas las tolerancias fueron pocas cuando arrojó sus zapatos contra el presidente de Estados Unidos. La irreverencia puede verse como un acto que reivindica y honra el oficio de reportero; pero puestos a estrellar zapatos contra la desgracia, el par contra Bush es poca zapatería, como si no merecieran sendos zapatazos el propio gobierno títere de Irak y la variopinta colección iraquí de facciones tribales y religiosas y sus respectivas milicias, que han competido junto al invasor en la macabra tarea de asesinar al mayor número posible de iraquíes; es decir, a sus propios paisanos.
Se sabe que más de 400 abogados iraquíes se han ofrecido para defender gratuitamente al periodista; pero no se sabe de ninguno que haya entablado demanda alguna en contra de los responsables de la invasión a Irak. Confían ellos que en cuestiones de justicia, lo mejor es dejarlo todo en manos de Alá, el misericordioso, sus yihadistas y unos cuantos zapatazos.
Mientras esto escribo, en diversos lugares del mundo se siguen lanzando zapatos contra los símbolos del poder judeo-estadounidense. Al mismo tiempo miles de pares de zapatos/botas militares israelitas ingresan en la franja de Gaza para culminar a mano armada el genocidio que no llegó a terminar el bombardeo aéreo letal y continuo sobre los seres humanos que viven en esa parte de Palestina.
Si Alá pudiera entrar en razones pronto comprendería que los únicos que gozan de su misericordia son los enemigos de sus hijos, y que al Gran Satán poco daño le va a causar la Ira de Dios y que mejor sería encargar el asunto a un equipo de abogados expertos en Derecho Penal Internacional, no en vano reza un adagio maldito: Que tengas juicios, aunque los ganes.