Dentro de poco se cumplirán nueve años de una infausta mañana, cuando enardecidos pobladores de la ciudad de Ilave, en Puno, sacaran a empellones al alcalde de su casa y lo sometieran a una vejatoria Fuente Ovejuna andina, acusándolo de corrupto, ladrón y ocioso. El juicio popular contó con todas las garantías de la “tradición”: sus fiscales y demás acusadores eran redomados injusvidiosos que no habían podido hacerse con el cargo y del eventual botín. Los jueces, (la poblada), tenían muy claro su único código: “Todos dicen que el alcalde es corrupto y tiene malos manejos, pe”, con todo esto a la mano, la sentencia se venía venir.
A las pocas horas de haberse cumplido la sentencia, un periodista de Lima — informado al detalle de todo lo ocurrido por un corresponsal local— llegó a Ilave, pero no pudo recabar mayor evidencia ante la falta de testimonios: nadie quería declarar. No le quedó otra cosa que volver sobre sus pasos a la plaza principal y desde el sitio donde se erige el monumento al héroe de la batalla de Arica, comenzar a escribir su crónica, más o menos así: “Francisco Bolognesi, desde el lugar privilegiado de este pedestal, fue mudo testigo del atroz crimen cometido por la turba enardecida que terminó con la vida de Cirilo Robles, alcalde de esta ciudad…”
Los sociólogos, antropólogos y demás expertos en estas cosas, apuntaron que era una costumbre ancestral de esos lares, tomarse la justicia por sus manos. Otros dijeron que había que tomar en cuenta que el finado era de Patria Roja y el principal injusvidioso de Puka Llacta; no podía dejar de tomarse en cuenta también el papel de los medios de comunicación, en particular de Radio Armonía, que “armonizó” muy bien la campaña previa a la sentencia.
Los que no son expertos en nada, pero que algo conocen, relativizaron la cuestión “ancestral”, (no pueden ser ancestrales quienes tienen más celulares y dólares que chullos; y que además filmaron con videocámara digital todo el “juicio”). Lo que no es una conjetura sino evidencia abrumadora es que tanto jueces, (la poblada), como fiscales, (los rivales políticos) de aquel juicio popular no habían bebido jurisprudencia alguna de la tradición, sino que habían bebido alcohol en cantidades industriales, como si se tratase de la fiesta del Alferado, donde todo el mundo había chupado, tanto que en vez de salir el Alferado, salió toda la Diablada con Caín de Caporal y babeando sangre, con los resultados que todavía hoy se siguen ventilando en la Corte Penal de Puno, donde ahora sobran lo que hace años faltara esa aciaga mañana: un abogado defensor para el malogrado alcalde.
Con los años, el “crecimiento económico”, la “expansión de la clase media” y la modernidad de Malls que vive el país, pareciera que deshacerse de las autoridades que no gustan se ha hecho una cosa más civilizada. Para ser exactos, una industria donde, —como en todo negocio—, hay que poner un “capital”, para gastos; jalar periodistas y medios de comunicación para que “armonicen” convenientemente al electorado, y luego esperar el desenlace para multiplicar el capital invertido.
Más o menos, es lo que acaba de ocurrir en Lima hace pocos días, aunque con resultados inversos para los promotores de la revocación. Sin embargo los paralelos que pueden hacerse entre los sucesos de Ilave y el último evento en Lima no son del todo delirantes: en ambos casos se trata de “arrear” a las masas con el pretexto de la “participación popular”, para beneficiar a los que perdieron la competencia electoral previa; en ambos sucesos los “chacales” no dan la cara y se esconden en el “sentimiento popular”. A Robles, ya cadáver, lo arrojaron del puente que no pudo reparar a tiempo. A Villarán, la acosaban en su casa y le anticiparon su corona mortuoria. Afortunadamente la segunda tenía amigos y desafortunadamente para los acusadores, tarde aprendieron que se puede emborrachar vilmente a una aldea, pero no a toda una urbe.
Más para bien que para mal, en este siglo XXI, El Perú ya no es Lima, ni ésta es el Jirón de la Unión, ni éste el Palais Concert, y éste mítico café ni siquiera subsiste como monumento para el ego de un poeta vanidoso.
Bien mirados el Perú y Lima —y suficientemente inflamados—, pueden ser hasta el mismo Ilave.