Estaba el señor Don Gato Ron-ron/José María Aznar sentado en su silletita del Poder Ron-ron; pasó la señora Gata de dos gobiernos suyos Ron-ron y España no solo se había trepado al tejado sino que le faltaba poco para colgarse del cielo; abajo, estaba la tropa, codeándose con soldados británicos y estadounidenses, invadiendo Irak y ensuciando la historia. Algunos años después, en vanidoso soliloquio, el ex Presidente español declaraba: “Conmigo España tuvo su época dorada”. Pero como las guerras que se hacen en lugares remotos regresan a casa en encomiendas y mochilas malditas, la perpetuación del partido derechista gobernante en España acabó cuando unos islamistas fanáticos atentaron el 11 de marzo del 2004 en Atocha. De poco valió imputarle la autoría a ETA; un sector crucial del electorado comprendió que la desgracia de aquel atentado era la factura fatal de la participación española en la guerra de Irak.
Desde entonces gobierna España el socialista Zapatero, quien tiene una rara virtud: posee caudal electoral suficiente para sobrevivir políticamente; pero muy pocas simpatías individuales en los medios de prensa, donde los calificativos van desde mentiroso impenitente, orate, hasta un caricaturesco e ingenuo, Bambi. Lo que no le pueden reprocharle es que incumplió su principal promesa electoral: Retiró el ejército español de Irak dejando pasmados a Bush y Blair. Lo mismo debería hacer ahora en Afganistán, pero eso es ya otra historia.
He hecho todo este circunloquio sobre la historia reciente de España para detenerme en la coyuntura particular que vive hoy la derecha española, acosada por graves escándalos de corrupción en los gobiernos locales que controla: Madrid y Valencia. Sus líderes partidarios, más que deslindar con la corrupción han asumido un curioso espíritu de cuerpo, y sus usos lingüísticos han pasado súbitamente de la retórica política a la retórica penal. Vale decir que para hacer política de derechas hoy en España hay que tener un pie en el Congreso y el otro en el Juzgado. Lo cual, —aunque puede parecer muy malo—, en el fondo es muy natural y transparente; porque si algo puede salvar a la política mundial es que la mayoría de políticos queden donde deben estar: sino en la cárcel, por lo menos en el juzgado y dejar que la política vuelva a ser, lo que en los mejores tiempos de la polis griega: un oficio de ilustrados y ciudadanos, regidos por la honra.
Además, lo que le pase a la derecha española, puede ser una crónica anunciada de lo que les ocurra a las derechas latinoamericanas, quienes, si bien son anglosajonas en economía; en política y en retórica, no han podido desligarse del vínculo colonial ibérico; hoy, ya en el siglo XXI siguen usando casi el mismo lenguaje fascista de la guerra civil española, aunque con algunos matices: a la clase trabajadora alzada, la llaman “indios”, (Bolivia). A los que piensan distinto, —siempre y cuando sean blancos— ya no los llaman “rojos”, sino “caviares”, (Perú). Y si son mestizos, zambos y mulatos, “chavistas” (en toda América).
No es la única afinidad que tienen con la península: como no saben distinguir la frontera entre política y negocio bajo la mesa, desconfían de sí mismos; por ello se espían entre sí; se graban conversaciones y videos para luego chantajearse mutuamente. No son Gorbachovs impulsando una nueva oleada de Glasnost (transparencia) ni sustitutos de historiadores que quieren dejar testimonio donde la prensa no llega; solo son truhanes jugando con juguetes de espías verdaderos que un día terminan reventándoles la cara.
Sería iluso creer que la izquierda es inmune a estos vicios. José María Aznar fue precisamente el adalid de la derecha española en la lucha contra la corrupción del gobierno socialista de Felipe Gonzales; por ello fue dos veces presidente. Pero hoy, los indicios de corrupción vuelven sus pasos sobre hechos ocurridos durante su gobierno.
Al paso que avanza la crisis, cada día está más cerca y más alto el lejano grito argentino del 2001: “¡Que se vayan todos!”.