Arequipa ya no es la ciudad de entresiglos que le abrió el cielo de malos presagios a Fujimori una noche de silbatina monumental. Tampoco es aquella que puso en retro el baile del chino, al ritmo de lluvia de piedras y coreografía de guardias de asalto bailando al son de sus escudos. Lejanos están los días en que los ciudadanos y no los alcaldes y sus cuadrillas de contratistas, eran los que desadoquinaban las calles contra la privatización. La ira popular ya no se ensaña contra los ventanales de la SUNAT y saca sus computadoras a conocer los listados del suelo. Todo ha cambiado tanto que incluso la transnacional Telefónica ya no es Telefónica sino Movistar; y los periodistas que antes espantaban cuervos ahora se dedican a espantar las moscas que revolotean alrededor de la presidenta del Congreso.
Arequipa ya no es una ciudad cualquiera del Perú, la velocidad con que ha crecido es tanta, que en sus arterias las gentes se transportan más rápido a pie que en vehículos motorizados; hay horas punta en que es probable que el número de peatones alcance el número de carros en circulación. Por si esto fuera poco, los Malls han llenado de modernidad el otrora comercio al menudeo, tanto que para poder hacer el mercado ya no se necesita tener un trabajo sino tener una tarjeta. La volcánica ciudad es ahora un Spa gigantesco para las sanguijuelas de la minería nacional que llegan anualmente para embotarse en 7 días de adulaciones, rocoto relleno y anisado.
En medio de tanto crecimiento, los más de tres millones de turistas/pasajeros futuros que inundarían Arequipa en el nuevo Aeropuerto de La Joya, probablemente despeguen de alguna parte, pero es muy poco factible que aterricen en la patria de Melgar. Hasta ahora y gracias a la carretera Arequipa–La Joya, el único aeropuerto previsible donde algunos van a aterrizar es en el del banquillo de los acusados, donde han de explicar y dejar cátedra filosófica de cómo inflar presupuestos en una región y país que, —según la propaganda—, solo tiene salida para arriba.
Dicen los expertos en ciencias políticas que desde los tiempos de Aristóteles la política no es otra cosa que conflicto social permanente cuyo dinamismo es el motor que hace desarrollar a la propia polis (ciudad). Todo esto parece haber sido superado en la blanca ciudad, donde el hábil trabajo de infantilización social promovido por la mina rectora de la ciudad (Cerro Verde) a través de los medios de comunicación y la propaganda subliminal que despliega en todos los ámbitos ha vuelto invisible el conflicto entre los intereses de los accionistas de esta corporación y los intereses de los ciudadanos.
El lavado de cerebro colectivo ha sido tan intenso que no es extraño leer a académicos locales rayando en el delirio, viéndose a sí mismos como habitantes de una megalópolis levantisca y neolibertaria de este lado del Pacífico; y lo más patético resulta ver a la supuesta “clase política” enfrascada en una tremebunda “lucha política” por la conquista de postes de alumbrado público en donde pegar su propaganda; o la fiesta infantil que se ha montado entre el Poder Judicial y el Jurado Electoral: un auténtico Baile de las Sillas, donde cada nueva resolución e instancia, saca de la ronda electoral, —con el llanto respectivo— a uno y otro de los infantiles candidatos.
Así, la población asiste entre atónita y escéptica a este concurso que nada tiene que ver con los intereses de la ciudadanía. Por un lado están los “obradores” y por otro, la verdadera problemática local: siete de cada diez trabajadores son informales; el número de cuántas personas que en edad de trabajar tienen trabajo, (aunque sea un trabajo informal) es desconocido y a nadie le importa, con lo cual se ha vuelto invisible el primer indicador del conflicto social contemporáneo: el desempleo. La desigualdad y toda la injusticia social derivada de ella también se han invisibilizado, de modo que la ciudad y región caminan con fatalismo ciego hacia el próximo 5 de octubre en esta democracia de la abuela, con candidatos que no han superado aún el jardín de la infancia política.
Cuando cese la música electoral, un nuevo pelotón de truhanes habrá cogido su silla. Será el momento cuando el capataz de la mina elabore la nueva lista de los que pasarán a cobrar la suya por ejecutar el auténtico Plan de Gobierno; digo el que la mina ya tendrá dispuesto.
Hace poco, una editora local, —movida por la revulsión que provoca el panorama electoral— señalaba con acierto que el elector tendría ante sí una trágica dicotomía: elegir patanes o delincuentes.
Cabe anotar aquí, que una misión de la prensa, también puede ser romper con los fatalismos. Hay cosas que estando invisibles también son reales, una de ellas es el coraje moral ciudadano para rechazar todas las manipulaciones y tener las agallas de no elegir a ninguno.
Publicado originalmente en ElBuho.pe