“Un hombre del pueblo” es el título de una novela que más que una ficción encaja en el rubro de retrato literario de un país, de una época y de las costumbres de sus gentes. Trata sobre las vicisitudes de un modesto profesor de escuela pública que luego de incursionar en la política, pega el gran salto de respetado líder local hasta encumbrado ministro de gobierno; Al final dos factores conjuran para su caída: el primero, no poder ocultar el exagerado incremento patrimonial de sus allegados; y el segundo, haber contravenido un código moral tácito entre sus votantes: “Puede ser perdonable sustraer dineros del erario público, siempre y cuando el mismo público no se percate de ello.”
Podría pensar el lector que el autor de esa novela es un egresado de la UNSA, inspirado por la historia reciente de su alma mater; pero no, la universidad local, —de momento—, solo ha producido doctorados dignos de toda duda, pero ninguna obra literaria que retrate el devenir local; y la autoría de la novela que cito corresponde al gran escritor africano Chinua Achebe. Digamos que al calor del “crecimiento económico” y la modernización local de los últimos años hemos avanzado tanto socialmente que estamos al mismo nivel del África central, especialmente si se trata de corrupción endémica.
Dejando de lado el ámbito literario y ya más en el curso de la política regional local resulta patético comprobar que el gran anhelo descentralizador de los últimos tres lustros y la lucha democrática llevada a cabo por las provincias contra la corrupción y el poder capitalino, haya servido para lograr ahora una repetición perfecta —a nivel regional y local— de los vicios centralistas del Perú de siempre. En todo caso, y como consuelo fatal, queda la comprobación de que lo único que se ha democratizado en estos años, ha sido la corrupción. Ya no roban a lo grande solo en Lima sino en todo el Perú.
Y como nos faltan políticos y nos sobran rufianes en vano resulta apelar a idearios o ética. El análisis más ajustado de la situación real no se puede hacer con instrumentos ideológicos; ni siquiera con el código penal a la mano, pues el Poder Judicial en sí mismo es un escenario secundario de la escena del crimen/delito. Allí es donde se altera convenientemente la escena principal, se desvirtúan pruebas, se invalidan testimonios y se mandan los expedientes a dormir, para que al cabo de un largo y reparador sueño llamado “prescripción”, los acusados, luego de haber “pagado” convenientemente su calvario judicial, salgan caminando orondos, libres y sin esposas por la puerta del Poder Judicial.
Huérfanos del amparo judicial y desprovistos de mecanismos efectivos de control democrático, con los grandes medios de comunicación bajo el control de las grandes corporaciones, lo único que queda a los ciudadanos para no caer en la esquizofrenia social es apelar a la criminalística pura (no a la forense porque de poco vale conocer la naturaleza y los actores del delito si la Ley no los va a ver, ni menos juzgar) como ejercicio vital para mantener la lucidez ciudadana.
Por ejemplo, un principio de criminalista es el de “intercambio” en la escena del delito; por cada hecho o contacto entre la víctima y el perpetrador queda siempre una huella; parafraseando y aunque muchos crean que lo que es de todos no es de nadie, los fondos públicos son de la sociedad y ésta es la víctima principal en los delitos de corrupción, en consecuencia, por “contacto” léase “contrato” del Estado y por “huella” léase lo que hasta ahora a nadie se le ha ocurrido a quién ni dónde escarbar.
No obstante, a la fecha hay suficientes testimonios inculpatorios, (testigos de la ocurrencia de delitos); hay sangre/sobrevaloraciones por todas partes/obras ; y lo único que falta es el muerto y ponerles nombres y caras a los perpetradores.
Los sospechosos, luego de la rasgadura de ternos y corbatas, tras tantos años de trasiego y trapicheo documentario para marear la perdiz, han terminado mareados ellos mismos, y se dirigen ahora al respetable pidiendo que se investigue precisamente donde no han dejado ninguna huella.
Por eso, a estas alturas decir: “No me van a encontrar nada” más que una presunción de inocencia, —vía lapsus linguae— tiene todos los visos de una declaración de taimada picardía de quien sabe que bajo la manga tiene el as de la perfecta coartada.
Juega en esta mesa también el desparpajo con que la Nadine local resume la génesis de la corrupción: “Es culpa de la contraloría”; o sea, el poco celo de esta entidad provoca tentación y de allí todas las caídas en pecado.
Claro que bien visto el asunto, ni la contraloría hubiera sido necesaria de haber sido todos, —mínimamente—, honrados.
Publicado originalmente en ElBuho.pe