En un lugar de los Andes y a los pies de un majestuoso volcán se asentaba una ciudad muy peculiar; no porque careciera de los rasgos comunes a todo centro urbano: casas, edificios, calles, avenidas, alamedas, plazas y parques; vehículos y gentes bullendo por sus arterias, cada cual con su propio trajín y destino; sino porque su peculiaridad radicaba en un extraño efecto que parecía afectar a sus notables: creían éstos que al haber alcanzado cierta notoriedad, se habían despegado del origen y destino común de los demás mortales. Digamos que eran pequeños volcanes de carne y hueso; carecían de majestuosidad, pero su ego les compensaba esta carencia con una colosal altanería.
Los pocos sabios que se ocuparon de este fenómeno atribuían esta conducta a variaciones del campo electromagnético que ocurrían en la cima del volcán. Lo escépticos negaban tal explicación aduciendo que los sucesos atmosféricos en la cumbre de una montaña viva, no podían explicar los delirios de grandeza de las autoridades.
Otros aseguraban que todo se debía a la falta de ilustración detrás de cada título académico; apuntó en favor de tal argumento, que la primera universidad local había certificado veloz y falsamente la docta ilustración a un sinnúmero de falsos letrados y en un sinnúmero de falsas ramas de la ciencia. No faltó entonces un desaprensivo afirmando que todo era una verdad a medias y que la explicación completa se podía encontrar haciendo una lectura inversa de dos obras de Cervantes: “El Quijote” y “El Licenciado Vidriera”; explicaba que el Don Quijote de la ficción y las autoridades locales sufrían un mismo mal: se les había secado la mollera, aunque al primero fue por tanto leer libros y a los últimos, por leer tan poco. Respecto a Vidriera recordó que éste era un licenciado tan honesto, ilustrado y transparente, que temía quebrarse dada la fragilidad de su honradez; en cambio —aquí terminaba— nuestros licenciados/autoridades son tan opacos y poco honestos, que nadie osaría ponerles en su epitafio una frase tan simple como rotunda: “Fue un hombre honrado”.
Aunque estas disquisiciones nunca hacían mella en el limbo de vanidad de los notables, algunas veces la realidad los asaltaba mostrándoles sus propias carencias, que no podían suplirse con tinte capilar o el arte de algún cirujano estético, o el despliegue de paneles rimbombantes ensalzando la magnífica obra de tal o cual autoridad.
Pero Dios siempre premia la constancia y paciencia de las almas que le temen, respetan y le guardan devoción, tanto más si ésta es multitudinaria. Entonces, para sacar a los notables de su marasmo, el Altísimo, desde lo alto —textualmente digo—: (desde un helicóptero) les envía una Virgen. (Quien esto escribe ha visto miles de fieles apuntando con espejitos al helicóptero, a modo de saludo fervoroso a la divinidad). Otras veces, El Altísimo, se baja al llano y les envía la Virgen por tierra, y ésta entra triunfante para ser, primero saludada por multitudes enfervorizadas en el primer coloso deportivo, y luego premiada con ramos de flores, discursos, medallas y distinciones ofrecidas por las autoridades.
Pero como también dicen que Dios, escribe recto en renglones torcidos, la semana pasada les ha enviado un escritor agnóstico, convertido casi en una divinidad por el premio Nobel de la Literatura Mundial.
Dice la leyenda que el gran Homero —autor de La Odisea—, ciego y pobre ambulaba su arte por los caminos de Grecia, amparado y guiado por un lazarillo. Muchos siglos después, cuando la posteridad le prodigó la celebridad, cinco ciudades disputaron su cuna.
Al gran Mario Vargas Llosa le ha tocado una suerte distinta: es él el que guía por los senderos de la libertad mercantil al gran capital y su ejército de inversionistas. Nadie va a disputar su cuna, porque en su natal Arequipa, en vida lo han hecho célebre. Lo han matado de mentiras y lo han colgado en la galería de retratos de arequipeños ilustres, fallecidos.
Las autoridades han cambiado los nombres de las calles, han tirado la casa y los libros (que no leen) por la ventana. La parafernalia ha estado a tope. La prensa ha guardado compostura. Nadie ha preguntado a algún notable, cuál es la obra que más le gusta del recontra laureado, por temor a que respondan: “Mi Novela Favorita, ¡por supuesto!”
Alguna vez, el Nobel, en los 90, al calor de la dialéctica política, calificó a sus oponentes como cacasenos y bribones. Quienes hoy lo adulan y premian no están muy lejos de caer perfectamente en aquella categoría descriptiva. Ciertamente, recibir distinciones de semejantes personajes, lleva el riesgo —para el distinguido—, de haber alcanzado sino el mayor rango de Cacaseno, por lo menos, el del más insigne.