La historia, — la historia que nos hemos comido— es una historia de consensos. Era consenso durante la colonia que los peruanos éramos una raza abyecta; entonces nos extirparon los dioses, la lengua y la memoria. Luego nos castellanizaron, nos hicieron católicos; y ya libres de cualquier recuerdo, nos civilizaron; pero no fue suficiente. Durante la independencia, el grueso de la tropa realista seguía perteneciendo esa raza abyecta; o sea, eran peruanos; más exacto: eran indios. Llegaron los libertadores, nos libertaron y se fueron, pero las distintas repúblicas criollas que se han sucedido hasta nuestros días: la aristocrática, la oligárquica, la militar, la empresarial, la del crecimiento, la achorada y la cualquier otra, nunca han podido resolver el problema de los peruanos; de un modo u otro, seguimos siendo abyectos, inferiores y corruptos.
Hará medio siglo que se pensó que lo que natura no daba, lo iba a prestar la Universidad: un nuevo peruano, culto, humanista y libre de cualquier reproche penal. Pero no fue suficiente; la multiplicación de las universidades solo ha devenido en la multiplicación de nuestros vicios atávicos y el imperio de la mediocridad; junto al descenso de la cátedra al foro penal.
El Imperio, tan preocupado por sus provincias perdidas, vino entonces a procurarnos salvación; era el consenso de Washington que los peruanos seguían siendo una raza abyecta, inferior y corrupta y para redimirnos nos trajo un recetario: el FMI, el mercado libre, el BCR elegido por los dueños del mercado libre y una democracia donde funcione la alternancia de ladrones: cinco años como yo, y luego de toca a ti otro lustrito. Pero no fue suficiente, la abyección/corrupción seguía brotando como mala hierba, en todas partes.
Semánticamente ya no podían civilizarnos —somos civilizados, a tenor del número de instituciones con que cuenta el país—; ya no podían castellanizarnos, (Arequipa tiene incluso un Nobel de Literatura); anglosajonizarnos, de repente un poco sí; dominio del inglés es casi un pre requisito de cualquier título universitario. Pero no era suficiente, faltaba algo más. Entonces llegó el último de los consensos: el país necesita instituciones sólidas y se puso de moda, no solo en toda la capital sino también en provincias, la “institucionalización”.
El peruano abyecto, inferior y corrupto, sólo podía trascenderse a sí mismo a través de la institución. Esta entidad —la institución— tendría que ser todo lo que no es el peruano. Es decir la institución no podía ser abyecta, inferior ni corrupta.
El mayor artificio de la institucionalidad se concentró en la ficción jurídica constitucional que anuncia: “El Presidente personifica a la Nación… ”. Se debe colegir entonces que —dado el historial presidencial reciente—,a la “Nación” le ocurren simultáneamente varias cosas: Está doblemente presa en el fundo barbadillo; está fugada en los Estados Unidos; sufre un calvario judicial entre Lima y Madrid y, finalmente a la Nación le falta que alguna delación/dato trascendental le revelen su fecha de caducidad antes de volver a caer presa.
México tiene su cartel de Sinaloa; Colombia hizo historia con sus cárteles de Medellín, Cali y los “Extraditables”. El Perú también ha puesto lo suyo con su cártel de Presidentes; dos presos, uno extraditable y dos más, —más temprano que tarde—, muy encarcelables.
Ver a los aprendices de Alan García, Ollanta y Nadine, entrar al edificio que les ha reservado la historia, no es la confirmación de que en el país funcionan las instituciones, sino que algunas veces el Perú y algunos peruanos nos dan una alegría, haciendo que lo que no se espera, suceda.
Digo, policías salvando vidas, médicos curando sin descanso; y fiscales y jueces actuando rectamente.