Es un axioma pedagógico que el ser humano, a través del estudio, la disciplina y la práctica de las ciencias y las artes, puede adquirir destrezas y habilidades que serían imposibles de alcanzar sin la educación. En lo que los pedagogos nunca se han puesto de acuerdo es cómo producir y reproducir el talento, (ese bien humano que va más allá de lo que puede ser aprendido); pero en algo han encontrado coincidencia: al igual de lo que ocurre con muchas enfermedades de origen hasta ahora desconocido, solo se sabe que el talento brota de modo natural, y que es independiente de la voluntad de los individuos que lo poseen.
Si todo lo precedido es cierto, premiar el talento resultaría ser una redundancia; pues se recompensaría lo que no requiere esfuerzo. Y también un acto corrupto en sí mismo; porque presupondría la existencia de jueces que aplican en su juicio códigos inexistentes, puesto que el ADN del talento es desconocido, incluso para los que lo poseen. Y, además, —siguiendo el frío raciocinio de la ciencia—, hasta ahora la genética no ha encontrado el gen de las razas ni el gen de la supremacía que pueda haber entre un ser humano y otro.
Por todas las consideraciones anteriores es que tengo por actitud genial, (o sea, auténticamente talentosa) el desplante de Marlon Brando quien, (en 1973), se rehusó a recibir el Oscar al mejor actor de parte de la academia hollywoodense; y el rechazo al premio Nobel de literatura que hizo el insigne escritor francés Jean Paul Sartre a los miembros de la academia sueca.
Ese mismo gesto de rechazo al premio Nobel esperaba del autor de “Cien años de Soledad”; y hasta ahora, de aquella premiación me queda un sabor agridulce; agrio porque ese premio ya venía oliendo a rancio desde que se posó en las manos maléficas de Kissinger; sigue rancio en Obama, quien en una mano tiene al Nobel de la paz y, en la otra, la lista de los que tiene que mandar a matar. Está rancio en las manos del peruano Vargas Llosa, apologeta de la guerra de Irak, quien dio por bien muertos los miles o el millón de muertos para que las corporaciones vivan en el reino de la libertad del billete. Y, —lo peor—, uno se ha enterado hace poco, que lo rancioso venía de más lejos: La agencia de inteligencia norteamericana, CIA, recientemente desclasificó documentos donde confirma el lobby que hizo, (incluida la traducción y publicación gratuita de libros) para que el premio Nobel de literatura de 1958 se lo dieran al escritor ruso Boris Pasternak, (no porque los sabuesos de la agencia hubiesen estado interesados en la trama literaria de “El doctor Zhivago”, sino porque el autor ruso estaba censurado en la URSS) y por ello, el premio, el autor y el libro fueron utilizados como arma ideológica contra la Unión Soviética durante la guerra fría.
La resignación melancólica de por qué el autor colombiano aceptó recibir esa marca de casta en 1982, me la expliqué imaginando que el hijo del telegrafista de Aracataca subió al Olimpo de la corte sueca sabiendo muy bien que el Olimpo no existe; por eso se presentó de paisano, desentonando con los demás cortesanos, muy bien vestidos al frac.
No tuvo la vanidad genial como Brando y Sartre, de rechazar el premio para ponerse por encima de los jueces; modesto él, asistió como si fuera un simple camarero sudaca, vestido de blanco, como si estuviera llevando una bandeja donde, en vez de champán y caviar ofreció su texto que en el fondo era una interpelación contra todas las Cortes e injusticias; y, donde él mismo atribuía todos sus méritos a la simple suerte; o sea, al talento, (sobre el que discurrido al comienzo de este blog).
En Madrid y a mediados de los 80 del siglo pasado, conversando con Fernando Lázaro Carreter, (quien luego llegaría a ser director de la Real Academia de la Lengua), le pregunté sobre qué juicio académico le merecía la obra del autor de “Cien años de Soledad”; me dijo textualmente: “Es un escritor genial, ha revolucionado la narrativa castellana; y estoy seguro que ni él mismo sabe lo que ha hecho”.
No tuve tiempo para preguntarle sobre Borges, quien nunca pecó de modesto ni de vanidoso y que, —además—, quitaba todo relumbre al arte de escribir cuando decía: “Escribir es una mezcla de recuerdo y olvido de lo que se ha leído” y que lo mejor que uno escribe es lo que la “literatura” escribe a través de uno. Lo que, por una vía distinta a la del académico, explica por qué el buen escritor no tiene que saber necesariamente lo que ha hecho.
A raíz de la reciente desaparición del autor colombiano, el género periodístico del obituario ha alcanzado dimensiones de pandemia. No ha habido notable de las letras castellanas en la península y el continente americano que no haya dejado su impronta como artículo/corona mortuoria en las pompas fúnebres del célebre escritor. Aunque, salvo algunas honrosas excepciones de sentida condolencia, el tono laudatorio de la prensa española ha sido francamente obsceno; la verbosidad vertiginosa carente de semántica, me ha hecho recordar el gran homenaje a la lengua hispánica post franquista que fue en sí mismo Mario Moreno Cantinflas.
De aquella morralla, bien podría uno quedarse con dos sustantivos: boom, y latinoamericano. Con ambos se han construido dos relatos; con el primero nos cuentan que la narrativa sudamericana asaltó en los años 60 el ámbito de la letras peninsulares; y que aquellos conquistados se convirtieron en conquistadores gracias a una excepcional maestría en el arte de escribir. Lo malo que para dar valor a este predicamento tendríamos que obviar dos hechos: la existencia de excepcionales narradores antes de la década de los 60, (por citar sólo a unos cuantos: Jorge Icaza, Juan Rulfo, Ciro Alegría y José María Arguedas), y el hecho más grave, que en los años 60 el arte de las letras españolas había sido aplastado por la dictadura franquista: escritores como Alberti, Machado y muchos más, en el exilio; los que no, presos; y otros muertos como Federico García Lorca. Y hubo otro, más afortunado aunque no necesariamente más célebre, Camilo José Cela que además de Nobel de literatura, fue nada menos que soplón del fascismo y censor del generalísimo Franco de 1943 a 1944.
El segundo predicamento es sobre lo latinoamericano; como si la España oficial fuese parte de una fraterna comunidad transcontinental donde las maneras coloniales de una parte y los modos sumisos de la otra fuesen cosa del pasado. Aunque, en algo, esto del boom y lo latinoamericano sí han sido ciertos. En los 60, luego de la reconversión industrial de la post guerra, las clases medias y obreras en Europa crearon un gran mercado de lectores y allí surgió un verdadero boom industrial del negocio editorial. Es decir, un asunto fabril, como cualquier otro, que producía y vendía productos/libros. A tal punto que a varios de los hoy famosos maestros del papel y la pluma sudamericanos los tenían escribiendo a destajo. Y años después de haberlos cebado, les ofrecían incluso premios por novelas que aún no habían escrito.
Este boom latinoamericano de trabajadores también se repitió tres décadas después, cuando la España oficial se puso a inflar la burbuja inmobiliaria y como había más edificios para construir que manos para hacerlos, se acordaron de los “hermanos latinoamericanos”; y esta vez para hacer las “obras” no se trajeron a los maestros del papel y la pluma de antaño, sino a los maestros del andamio y el badilejo. Luego del estallido de la crisis, los hermanos latinoamericanos volvieron a ser lo que siempre hemos sido: extranjeros sudacas, sobrantes sociales, más hermanados con los moros y africanos que con los señoritos castellanos.
Aunque, para no herir susceptibilidades, es justo decir que sí hay una comunidad latinoamericana, de la cual me permito hacer una breve enumeración: los presidentes y embajadores sudamericanos (exceptuando, por supuesto, a los de Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Argentina); todos sus ministros, ganchos y viceministros que tengan carteras afines a los negocios peninsulares, llámese comunicaciones, energía y banca. Les siguen Shakira, Messi, el cholo Simeone, Jorge Valdano, Juan Luis Guerra, la finada Celia Cruz, Vargas Llosa y otros notables. Es justo señalar aquí que el laudado autor de “Cien años de Soledad”, en pleno uso de sus facultades mentales se autoexcluyó de esa élite y de esa España, a la cual dijo que no regresaría por el maltrato que sufrían en ella sus compatriotas.
De modo que el tan mentado boom latinoamericano puede tener explicaciones que lindan más con la cruda realidad de la industria que con los dominios de la magia. Aunque, a raíz de la muerte del autor de “Cien años de Soledad” empiezo a notar señales de que el matrimonio de lo real con lo fantástico no es algo que ocurrió en los libros hace más de medio siglo sino que recién tenemos un claro indicio de que esa manifestación mágico realista acaba de ocurrir en nuestros días.
Digo, tiene que ser algo real y mágico a la vez, que un gran prestidigitador literario haya escrito un libro/conjuro para que, —vía hipnótica—, muchos años después y a las pocas horas de su muerte, (casi al unísono), decenas de sus hipnotizados lectores, frente a las pantallas de sus teclados, se convirtiesen en frenéticos escribientes recordando la hora en que llegó a sus manos aquél libro de cuyas hojas brotaban por igual luz y personajes de nombres estrambóticos. Ha habido tal uniformidad en la prosa y el estilo de las cuartillas, que a un servidor, casi no le cabe la menor duda de que el verdadero autor de ellas , —vía interpósitas personas— ha sido el mismo que escribió de manera tan bella y rotunda “Cien años de Soledad”.
De los géneros periodísticos, el que menos me gusta de escribir, es aquel del obituario, —salvo que sea de algún político en vida—, (por eso de si puedo acabar con el maleficio de que no hay cadáveres políticos); tampoco tengo predilección por los homenajes, (salvo aquel que hizo George Orwell a Cataluña), porque el homenajeador siempre termina robándole gloria al homenajeado. Pero sí creo en las ofrendas, especialmente las anónimas, que he visto tantas veces y silenciosas, junto a las tumbas de los hombres célebres.
Dejé una vez un clavel rojo en la tumba de Carlos Marx, en Londres; otra vez, en París, una flor, piedritas y un telegrama en la tumba del maestro César Vallejo; ojalá la vida me dé la oportunidad de llegar algún día a México ante la tumba de aquel genial escritor que ante la muerte y en el acto más sublime de modestia, se fue no sólo ignorando lo que había hecho, sino también sin saber quién era.
Ojala pueda, —repito—, en calidad de un lector desconocido, llegar allí y depositar otro clavel rojo ante la tumba de aquel modesto escritor desconocido, que por razones estrictamente circunstanciales de la literatura, se llamó en vida Gabriel García Márquez, y que fue natural de Colombia, Sudamérica.