Dice la leyenda que un buen día, el bueno de Don Isaac, (Newton), fatigado de andar dándole vueltas a muchas ecuaciones, dejó la pluma y el papel, abandonó su gabinete y se fue a caminar por el prado; el día estaba templado, algo caluroso y propenso a la somnolencia. En medio del prado, y como si estuviera esperándolo se encontró con un magnífico manzano, alto, erguido y —cosa rara en un manzano— coposo. Tan coposo que echaba una respetable sombra. Ante la invitación de la naturaleza optó por reposar, se vino al suelo; apoyó su espalda en el tronco del árbol y comenzó a divagar o dormir. Lo demás es historia, en algún momento el árbol perdió la atracción que sujetaba a su fruto, la leve ramita que unía manzano con manzana se quebró por el peso de la naturaleza madura y el manzanazo resultante impactó el privilegiado cráneo de Don Isaac.
Allí se descubrieron dos cosas: una modesta: que no es cierto que el ocio sea la madre de todos los vicios; y una importantísima: la ley de la gravitación universal, que explica porqué las cosas se caen al suelo y no se caen para arriba como pretende hacernos creer esa respetable institución nacional llamada Corrupción; digo, esa maña política que cuando después de un salto mortal sobre el Código Penal, se mueve el trapecio y no aparece ningún columpio vacío de dónde cogerse y ante la inminencia del fatal desplome en la cárcel, aparece una red judicial de contactos que salva siempre a los peruanos bien pendejos.
En el Perú, desde hace más de dos décadas ha estado en vigencia la ley de la gravitación inversa; un fenómeno particular en virtud del cual las instituciones y las personas han venido cayendo para arriba; escoja el lector —como instituciones— si la educación, la salud, el Congreso, el Poder Judicial, las Municipalidades, los gobiernos nacionales, los regionales y todas las distintas fuerzas vivas; digo las fuerzas armadas y las que están desarmadas en todos los sentidos.
Pero volviendo al mismo asunto, por el lado de los individuos, no creo que haya ejemplo más paradigmático y sustancioso que el señor al cual me voy a referir.
Hace unos años, estando ya Abimael preso, Montesinos preso, Fujimori requisitoriado y escondido en Japón, le pregunté a un documentado Ricardo Letts quiénes más tendrían que estar presos para que la justicia peruana pudiese ser tomada en serio. Su respuesta fue inmediata: “Alan García y Dionisio Romero; con ese quinteto ya se podría avanzar”.
Han pasado tres lustros desde ese entonces y al conjunto de notables podrían ampliarse varios más; por citar a dos bolos fijos: Toledo y Humala, cada cual con un calvario judicial por delante. Pero la pareja de faltantes en el quinteto de Letts, (García y Romero), son los que hasta ahora han salido mejor parados. Romero ha entrado en el limbo protector de una jubilación discreta, unos expedientes judiciales en las calendas griegas y el olvido mediático. Pero para el señor García la discreción nunca fue su fuerte. Y siguió cayendo para arriba, tan arriba y notoriamente que en el 2006 alcanzó por segunda vez la primera servidumbre del Estado; para ello, su actual socia pidió a los electores en ese entonces, acercarse al ánfora electoral, tomar la cédula, taparse la nariz y votar sin vacilaciones por este señor.
Durante cinco años el señor García vivió en un lechugal donde brotaban por igual ecuaciones del Perro del Hortelano, Indultos a la carta y un Cristo colosal. Disertaba con sapiencia sobre lo que no sabía; dividió a los peruanos en dos categorías; los de primera, que pensaban como él; y los de segunda, con los que no había que tener consideración alguna. Y antes de que él pudiera darse cuenta, lo cogió el antimonio. No solo por haber confesado que la plata se le pegaba al cuerpo como si él fuese un imán; sino porque confundió al país con los commodities, (oro, cobre y molibdeno) y al precio de éstos con progreso.
El Perú era un vals… Riicas montañas… hermosos precios… eran su Perú. De él también eran los jueces, la prensa, la radio, la televisión, la suerte y la historia. En estos días, caminando por el prado electoral, se encontró con un árbol, se acomodó a su sombra, parpadeó y soñó su tercera coronación en medio del Bicentenario de la Independencia, en eso estaba cuando la fruta podrida de la corrupción le cayó en forma de encuestas…
Ya está en caída libre junto a su socia… a modo de paracaídas anuncia: “Yo no pierdo la fe en el pueblo peruano”; y el suelo/Pueblo contesta, —por fin—, con alegría:
“Yo tampoco y aquí te espero”.