El día que alguien se anime a escribir la historia desvergonzada de los hombres ilustres del tercer mundo, más que escudriñar en los archivos nacionales del hemisferio sur, haría bien en sumergirse unas buenas horas en las hemerotecas occidentales y también —de ser posible— acceder al contenido de los cables que reportan las sedes diplomáticas a sus respectivas matrices en el hemisferio norte. Revisando el contenido y el tono adjetival de tales reportes aparecerán en secuencia cronológica una galería completa de íncubos tercermundistas; demonios que tuvieron trato carnal onírico con sus sociedades, infundiéndoles el delirio de la soberanía, y la osadía de exigir a occidente, — si bien no cesar con el expolio del petróleo y los metales preciosos—, por lo menos pagar unos modestos impuestos.
Venciendo la vergüenza de semejante excursión diabólica y para abreviar al lector, he seleccionado únicamente a cuatro presidentes: dos de África y dos de América Latina; y para evitar cualquier contaminación mediática contemporánea, los he tomado del siglo pasado: Francisco Madero de México, y Gualberto Villarroel de Bolivia. Al mexicano se le ocurrió imponer un tributo al petróleo; lo metieron en una limusina, luego le ordenaron bajarse y dijeron que huía mientras lo acribillaban a balazos. Al boliviano no le fue mejor; quiso poner un impuesto al estaño, le mandaron una turba a palacio quemado, lo arrojaron desde el balcón, y ya medio muerto, lo desnudaron y lo terminaron de matar, colgándolo de un farol.
A Mohammad Mosaddeq, defender la nacionalización del petróleo le costó la Presidencia de Irán y tres años de prisión en solitario, de donde salió justo para morir poco después de cáncer y no de malos tratos, según dicen. Finalmente, el presidente egipcio Nasser tuvo mejor suerte, a pesar de haber dispuesto la nacionalización del Canal de Suez, sólo murió de infarto; pero en vida tuvo que soportar la demonización sostenida y monumental de la prensa británica y francesa. A tenor de sus titulares, el fundador y líder máximo del nazismo, no murió como decían sus biógrafos en Berlín, un día de abril de 1945, sino que estaba redivivo en África, en julio de 1956, y encarnado nada menos que en el presidente egipcio, “Nasser, el Hitler africano”.
De regreso al presente, y por contraste con los anteriores presidentes, resulta conmovedor el candor y la tristeza de la prensa iberoamericana, al tratar la caída a los infiernos judiciales del brasileño Lula da Silva. Los titulares cubren todos los tonos, menos el de la injuria: “La caída de un héroe”, “El pueblo defiende a Lula”, “Lula inocente” o “Lula tras las rejas”. Quienes lo defienden, afirman que lo han condenado “sin pruebas”, y huyen hacia adelante ponderando, como su mejor logro, el que sacó a millones de brasileros de la pobreza; lo cual es parcialmente cierto, como cierto también es, que solo bastan unos cuantos dólares por cabeza aplicados a un algoritmo tramposo para que millones de pobres dejen de serlo y que formen parte de una surrealista clase media por tener un refrigerador y un televisor, donde el Gran Hermano/cadena mediática O Globo les cuente lo afortunados o desgraciados que son, según sea el caso.
Quienes alaban las estadísticas sociales de Lula, omiten dolosamente el otro extremo del algoritmo: mientras los pobres avanzaban centímetros, los ricos avanzaron kilómetros; ésto, —traducido en términos de poder—, indica que los pobres ahora son mucho más vulnerables que antes; y las élites, sideralmente más poderosas. Pero la elusión más grave de los defensores de Lula es desconocer lo irrefutable y judicialmente probado y sentenciado: La burocracia del PT brasileño gobernó en corrupta coalición con el sector privado empresarial, para esquilmar el erario público no solo de Brasil sino de la mayoría de países sudamericanos.
Peor aún resulta poner en circulación “la democracia” para defender a Lula; democracia es una moneda totalmente devaluada en América Latina; su sola mención inevitablemente la vincula a Política y Corrupción. No hay político o política que no se declare demócrata a carta cabal; que no jure que luchará a muerte contra la corrupción, ni presidente, congresista, diputado, alcalde o gobernador que, —camino al cadalso judicial—, no clame inocencia; que lo acusan sin pruebas; y que todo es una patraña de sus enemigos políticos.
Cómo será de valiosa “la democracia” en América Latina que, —al contrario de los años 70s y 80s—, la población más vulnerable clama al cielo, a la tierra y —si fuera posible—, al infierno, para que los militares tomen las calles, esperando así algún alivio a la inseguridad crónica en que viven millones de habitantes. Es allí, en las calles, en el llano, donde nunca llegó la retórica, y donde la estadística ni se asoma; allí es el escenario donde se da la auténtica redistribución de la pobreza: pobres, víctimas de otros pobres, vía el robo, el asalto violento, la muerte por sicariato; por no mencionar el abandono, la falta de salud pública y otras penurias propias de sociedades fallidas.
Pero no solo apelan a “la democracia” quienes defienden a Lula, sino también quienes celebran su encarcelamiento. Vargas Llosa, el gran apologeta de los crímenes de la industria corporativa, sostiene que la prisión de Lula es un triunfo democrático, producto de un “levantamiento popular” en apoyo a la judicatura; y que refleja el vigor y buena salud de la democracia en el continente. Infortunadamente, tal levantamiento de las gentes no lo han visto ni los propios periódicos donde él escribe. En su propio país, la democracia, representada en el Congreso peruano, tiene un 93% de desaprobación; y la Judicatura alcanza —en su mejor momento— más del 70% de nota desaprobatoria. Aparte de estos datos, el Nobel omite confesar que tiene muy mal ojo al momento de avalar la idoneidad moral de las causas que defiende y de los políticos a los que apoya públicamente. De los tres últimos presidentes peruanos que recibieron el apoyo de su pluma y sus redes de influencia, el primero está fugado en Estados Unidos, el segundo preso en Lima, y el tercero fue obligado a renunciar por corrupción y se encuentra impedido de abandonar el país.
De otro lado, las altas cotas de prestigio que supuestamente goza la judicatura sudamericana, difícilmente pueden explicar —o explican magistralmente el mismo algoritmo de, para unos muy poco y para otros, muy mucho— cómo es que Lula está preso en una celda de 15 metros cuadrados, mientras que el gran corruptor continental brasileño, Marcelo Odebrecht, está preso en una “celda” de 3,000 metros cuadrados, llamada “Su Casa”; que sin ninguna maldad nos recuerda a aquella otra célebre prisión, “La Catedral”, que se mandó a construir a su medida en 1991, Pablo Escobar, en Envigado, Colombia.
Un Lula, muy lúcido, pocas horas antes de entrar en prisión, declaró: “Me entregaré a la justicia, porque fundé un partido para que hubiera democracia y justicia en Brasil, sino hubiera promovido una revolución”. Tiempo va a tener, —años— para reflexionar sobre si hubiera sido mejor lo último; porque visto está que es muy difícil reformar el capitalismo, y no terminar envilecido en el intento.