No es cierto que el mundo haya perdido todo su encanto en estos tiempos opacos; acaso, recién ha empezado a mostrar sus bondades este 2020, que parece haber sido escrito —en ausencia— por George Orwell como continuación y complemento a aquella distopía que vislumbró en su famosa novela 1984.
Hombres monumentales
Uno, nacido diez años después del fin de la Segunda Guerra mundial. Nacido también en un continente, (Sudamérica) que tenía un pie, muy afincado en “El Mundo Libre”, y el otro asentado en las sombras siempre amenazantes del comunismo. Eran los tiempos en que la historia daba la hora, el carácter, el bando y la ubicación de los personajes y hechos del pasado con gran exactitud y nadie osaba dudar de su validez notarial.
Stalin, Churchill y Roosevelt eran “Los hombres del siglo XX”; los tres, aliados, habían vencido a la Alemania nazi de Hitler.
Dado que no hay enemigo bueno y que solo son injustas las guerras que se pierden, la postguerra trajo, además de sus miserias, la glorificación de los héroes y la demonización de los vencidos.
Al héroe Stalin, la gloria no pudo sobrevivirle después de muerto. En la antigua Unión Soviética sobrevino una ola, “La desestalinización” que se encargó de vandalizar oficialmente su imagen; que no solo incluyó la remoción de los monumentos recordatorios sino el repudio de su propio nombre. La mítica ciudad de Stalingrado mudó de nombre a Volgogrado. Desde entonces, a papá Stalin le han brotado millones de muertos, no solo en el bando enemigo.
Al contrario del soviético, la muerte temprana de Roosevelt le otorgó una gloria discreta.
Ocupó su lugar un otrora simpatizante del Ku-Klus-Klan, Truman al que le cupo la responsabilidad de utilizar por vez primera, un arma de destrucción masiva, tan letal como la bomba atómica. No distinguió entre enemigo vencido y enemigo rendido. Apuntó hacia la Unión Soviética y dejó caer dos bombas en Japón; la notificación atómica fue entregada en Hiroshima, primero, y Nagasaki después, como es de conocimiento público.
Churchill, el tercer hombre del siglo XX tuvo —hasta hace poco—, más suerte con la historia que con la política. Omitió como elementos constitutivos de la gloria imperial británica las toneladas de pólvora y los millones de litros de whisky; y como gran propagandista que era lo resumió en la famosa triada: sangre, sudor y lágrimas.
El tren de la historia
El siglo XX, con sus guerras, sus héroes y demonios avanzó con gran brío dentro del siglo XXI; cada avance en tecnología nos llevaba inversamente, más atrás en la historia; ya en la ventana de entresiglos pudimos constatar que la regresión histórica era imparable.
La aspiración a una jornada de ocho horas de trabajo de 1886; o las banderas de Liberté, Égalité, Fraternité de 1789, se convirtieron en aspiraciones de un futuro muy remoto. La esclavitud se naturalizó con formas muy sutiles de contratos de cero horas de trabajo. Y el Imperio se encargó de repartir —según sus preferencias— los viajes al pasado.
Fue así que en 2001 el emperador George Bush Jr. alertó a Pakistán que, de no colaborar en la invasión a Afganistán, devolvería al país entero a la edad de piedra.
Así es larga la lista de pueblos que gracias a la modernidad imperial se encuentran en diversos estadios del pasado. Escoja el lector, según su libre albedrío el orden y la estación del tiempo en que se encuentran debido a esto: Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Afganistán, Irak, Irán, Siria Libia, Yemen, Venezuela y a algunos que omito por descuido
El fin del tren de la historia
La historia, o lo que creíamos que era la historia, era pues un tren que en un rail llevaba a un selecto grupo de gentes al futuro y en el otro rail la mayoría de gentes y países iban raudos al pasado. Como no es posible imaginar en el mundo de la física natural tal tipo de tren y tal recorrido ferroviario; pero siendo este imposible muy factible de estar ocurriendo en la realidad, es preciso apoyarse en artificios necesarios que puedan explicar lo inexplicable.
Uno no sabe si es cierto eso de que al principio estuvo el verbo y tampoco es que uno se quiera poner bíblico; pero es muy probable que, en la conjugación actual del verbo, especialmente del verbo “Ser”, esté toda la explicación a este confuso itinerario de la historia. No se trata de una contemporánea duda hamletiana entre ser o no ser, sino en la desaparición del presente como espacio de tiempo para la conjugación existencial. Hoy en las estaciones histórico–ferroviarias de Washington, Londres, Madrid y Brasilia, la cosa es más asertiva: Donald Trump anuncia en la boletería política: “Seremos otra vez grandiosos”. En Londres, tras perder la apuesta del Brexit, el ex primer ministro británico David Cameron se despidió del Parlamento sentenciando: “Y recuerden… yo fui el futuro”. La nostalgia imperial vencedora con Boris Johnson no cabía de mayor gozo: “Seremos lo que fuimos”.
Las dos variantes del fascismo español apuran la perífrasis: “No debemos dejar de ser lo que fuimos”. Y el brasileño Bolsonaro, cierra el círculo con la perífrasis imperativa: “Tenemos que ser lo que siempre hemos sido”
El efecto mariposa
En octubre del año pasado, sin que medie ninguna planificación previa, cientos de adolescentes, al grito de “Es injusto pagar esto”, deciden no batir las alas de ninguna mariposa sino los brazos mecánicos de ingreso al metro de Santiago de Chile, (país que según su presidente Piñera, ya estaba en el futuro. 72 horas después se desata una tormenta de evasiones juveniles en el metro de Nueva York, Estados Unidos.
En ese mismo país, hace pocas semanas, por enésima vez un policía blanco bate las vértebras y músculos del cuello de un ciudadano negro, matándolo por asfixia; y se desatan tormentas sociales en Australia, Nueva Zelandia; en las principales ciudades y capitales europeas; y a lo largo y ancho de toda la nación estadounidense.
Iconoclastia cuántica
Reza el principio cuántico que el objeto observado, por el mero hecho de ser observado, puede cambiar o alterar su naturaleza. Y estando ahí, tan a tiro de ojo, tanta piedra hecha monumento, viene la ola iconoclasta y en Bristol, Inglaterra, manu populacho se tumban hoy, al traficante de esclavos del siglo XVIII, Edward Colston, como ayer, (2003), la coalición de ejércitos invasores de Estados Unidos, Reino Unido y España se tumbaron la estatua de Saddam Hussein en Bagdad, Iraq.
En Londres, el majestuoso bronce de Sir Winston Churchill no puede hacer frente a la furia del populacho. Al día siguiente, Boris Johnson sale en caballerosa defensa y acusa a los grafiteros de bandidaje. Pero es muy tarde, al último sobreviviente de la gloria del siglo XX, al paternal Churchill le brotan millones de muertos hasta en Wikipedia. Al populacho, se le unen incluso, los académicos, Cristobal Colón, es decapitado ex tempore en Estados Unidos. Los “Padres Fundadores” de esa magna patria, por boca del demócrata, candidato a la Presidencia, Joe Biden, son parte del “pecado original, (esclavista)” de la nación americana.
Viendo el impacto de la ola mundial de iconoclastia, Johnson recula temeroso: “No podemos editar la historia”, asevera. Cuando, otro inglés, George Orwell, quien —después de haber trabajado para la BBC— se hizo famoso por inventar a un personaje que se dedicaba diariamente a reescribir la historia para un medio de comunicación llamado El Ministerio de la Verdad. No dejando dudas sobre cual fue la fuente de inspiración y cual el objeto novelado.
Lo que es evidente, es que no estamos ante una reedición de la lucha por los derechos civiles, similar a la liderada por Martin Luther King en los 60s sino que la ola iconoclasta y vandalizadora de los símbolos de los personajes de la historia, no es otra cosa que la potente irrupción de una saludable corriente revisionista de la propia historia del capitalismo, que va desde su raíz esclavista, pasando por su fase colonial y sus guerras imperialistas por el reparto del mundo desde la Primera y Segunda Guerra Mundiales hasta nuestros días. No se salva ninguna estatua, ni obra del llamado arte, o prohombres como Jefferson, Franklin, , Madison o el propio Washington ni Churchill o Isabel La católica y sus conquistadores españoles.
Resulta imposible, no traer en esta reseña, la estatua invisible de Fidel Castro, el revolucionario cubano —que aunque también amado—, había sido en vida vandalizado y vilipendiado por aire, mar, tierra e ingentes resmas de papel periódico.
Como buen martiano, sabía que ninguna gloria es duradera. Dejó como testamento póstumo, que nadie venerase su imagen; que no se erigiera ningún busto o monumento en su memoria; y que ninguna calle, o edificio, llevase acaso, su nombre y seña.
No es cierto que el mundo haya perdido todo su encanto en estos tiempos opacos; acaso, recién ha empezado a mostrar sus bondades este 2020, que parece haber sido escrito —en ausencia— por George Orwell como continuación y complemento a aquella distopía que vislumbró en su famosa novela 1984.
Hombres monumentales
Uno, nacido diez años después del fin de la Segunda Guerra mundial. Nacido también en un continente, (Sudamérica) que tenía un pie, muy afincado en “El Mundo Libre”, y el otro asentado en las sombras siempre amenazantes del comunismo. Eran los tiempos en que la historia daba la hora, el carácter, el bando y la ubicación de los personajes y hechos del pasado con gran exactitud y nadie osaba dudar de su validez notarial.
Stalin, Churchill y Roosevelt eran “Los hombres del siglo XX”; los tres, aliados, habían vencido a la Alemania nazi de Hitler.
Dado que no hay enemigo bueno y que solo son injustas las guerras que se pierden, la postguerra trajo, además de sus miserias, la glorificación de los héroes y la demonización de los vencidos.
Al héroe Stalin, la gloria no pudo sobrevivirle después de muerto. En la antigua Unión Soviética sobrevino una ola, “La desestalinización” que se encargó de vandalizar oficialmente su imagen; que no solo incluyó la remoción de los monumentos recordatorios sino el repudio de su propio nombre. La mítica ciudad de Stalingrado mudó de nombre a Volgogrado. Desde entonces, a papá Stalin le han brotado millones de muertos, no solo en el bando enemigo.
Al contrario del soviético, la muerte temprana de Roosevelt le otorgó una gloria discreta.
Ocupó su lugar un otrora simpatizante del Ku-Klus-Klan, Truman al que le cupo la responsabilidad de utilizar por vez primera, un arma de destrucción masiva, tan letal como la bomba atómica. No distinguió entre enemigo vencido y enemigo rendido. Apuntó hacia la Unión Soviética y dejó caer dos bombas en Japón; la notificación atómica fue entregada en Hiroshima, primero, y Nagasaki después, como es de conocimiento público.
Churchill, el tercer hombre del siglo XX tuvo —hasta hace poco—, más suerte con la historia que con la política. Omitió como elementos constitutivos de la gloria imperial británica las toneladas de pólvora y los millones de litros de whisky; y como gran propagandista que era lo resumió en la famosa triada: sangre, sudor y lágrimas.
El tren de la historia
El siglo XX, con sus guerras, sus héroes y demonios avanzó con gran brío dentro del siglo XXI; cada avance en tecnología nos llevaba inversamente, más atrás en la historia; ya en la ventana de entresiglos pudimos constatar que la regresión histórica era imparable.
La aspiración a una jornada de ocho horas de trabajo de 1886; o las banderas de Liberté, Égalité, Fraternité de 1789, se convirtieron en aspiraciones de un futuro muy remoto. La esclavitud se naturalizó con formas muy sutiles de contratos de cero horas de trabajo. Y el Imperio se encargó de repartir —según sus preferencias— los viajes al pasado.
Fue así que en 2001 el emperador George Bush Jr. alertó a Pakistán que, de no colaborar en la invasión a Afganistán, devolvería al país entero a la edad de piedra.
Así es larga la lista de pueblos que gracias a la modernidad imperial se encuentran en diversos estadios del pasado. Escoja el lector, según su libre albedrío el orden y la estación del tiempo en que se encuentran debido a esto: Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Afganistán, Irak, Irán, Siria Libia, Yemen, Venezuela y a algunos que omito por descuido
El fin del tren de la historia
La historia, o lo que creíamos que era la historia, era pues un tren que en un rail llevaba a un selecto grupo de gentes al futuro y en el otro rail la mayoría de gentes y países iban raudos al pasado. Como no es posible imaginar en el mundo de la física natural tal tipo de tren y tal recorrido ferroviario; pero siendo este imposible muy factible de estar ocurriendo en la realidad, es preciso apoyarse en artificios necesarios que puedan explicar lo inexplicable.
Uno no sabe si es cierto eso de que al principio estuvo el verbo y tampoco es que uno se quiera poner bíblico; pero es muy probable que, en la conjugación actual del verbo, especialmente del verbo “Ser”, esté toda la explicación a este confuso itinerario de la historia. No se trata de una contemporánea duda hamletiana entre ser o no ser, sino en la desaparición del presente como espacio de tiempo para la conjugación existencial. Hoy en las estaciones histórico–ferroviarias de Washington, Londres, Madrid y Brasilia, la cosa es más asertiva: Donald Trump anuncia en la boletería política: “Seremos otra vez grandiosos”. En Londres, tras perder la apuesta del Brexit, el ex primer ministro británico David Cameron se despidió del Parlamento sentenciando: “Y recuerden… yo fui el futuro”. La nostalgia imperial vencedora con Boris Johnson no cabía de mayor gozo: “Seremos lo que fuimos”.
Las dos variantes del fascismo español apuran la perífrasis: “No debemos dejar de ser lo que fuimos”. Y el brasileño Bolsonaro, cierra el círculo con la perífrasis imperativa: “Tenemos que ser lo que siempre hemos sido”
El efecto mariposa
En octubre del año pasado, sin que medie ninguna planificación previa, cientos de adolescentes, al grito de “Es injusto pagar esto”, deciden no batir las alas de ninguna mariposa sino los brazos mecánicos de ingreso al metro de Santiago de Chile, (país que según su presidente Piñera, ya estaba en el futuro. 72 horas después se desata una tormenta de evasiones juveniles en el metro de Nueva York, Estados Unidos.
En ese mismo país, hace pocas semanas, por enésima vez un policía blanco bate las vértebras y músculos del cuello de un ciudadano negro, matándolo por asfixia; y se desatan tormentas sociales en Australia, Nueva Zelandia; en las principales ciudades y capitales europeas; y a lo largo y ancho de toda la nación estadounidense.
Iconoclastia cuántica
Reza el principio cuántico que el objeto observado, por el mero hecho de ser observado, puede cambiar o alterar su naturaleza. Y estando ahí, tan a tiro de ojo, tanta piedra hecha monumento, viene la ola iconoclasta y en Bristol, Inglaterra, manu populacho se tumban hoy, al traficante de esclavos del siglo XVIII, Edward Colston, como ayer, (2003), la coalición de ejércitos invasores de Estados Unidos, Reino Unido y España se tumbaron la estatua de Saddam Hussein en Bagdad, Iraq.
En Londres, el majestuoso bronce de Sir Winston Churchill no puede hacer frente a la furia del populacho. Al día siguiente, Boris Johnson sale en caballerosa defensa y acusa a los grafiteros de bandidaje. Pero es muy tarde, al último sobreviviente de la gloria del siglo XX, al paternal Churchill le brotan millones de muertos hasta en Wikipedia. Al populacho, se le unen incluso, los académicos, Cristobal Colón, es decapitado ex tempore en Estados Unidos. Los “Padres Fundadores” de esa magna patria, por boca del demócrata, candidato a la Presidencia, Joe Biden, son parte del “pecado original, (esclavista)” de la nación americana.
Viendo el impacto de la ola mundial de iconoclastia, Johnson recula temeroso: “No podemos editar la historia”, asevera. Cuando, otro inglés, George Orwell, quien —después de haber trabajado para la BBC— se hizo famoso por inventar a un personaje que se dedicaba diariamente a reescribir la historia para un medio de comunicación llamado El Ministerio de la Verdad. No dejando dudas sobre cual fue la fuente de inspiración y cual el objeto novelado.
Lo que es evidente, es que no estamos ante una reedición de la lucha por los derechos civiles, similar a la liderada por Martin Luther King en los 60s sino que la ola iconoclasta y vandalizadora de los símbolos de los personajes de la historia, no es otra cosa que la potente irrupción de una saludable corriente revisionista de la propia historia del capitalismo, que va desde su raíz esclavista, pasando por su fase colonial y sus guerras imperialistas por el reparto del mundo desde la Primera y Segunda Guerra Mundiales hasta nuestros días. No se salva ninguna estatua, ni obra del llamado arte, o prohombres como Jefferson, Franklin, , Madison o el propio Washington ni Churchill o Isabel La católica y sus conquistadores españoles.
Resulta imposible, no traer en esta reseña, la estatua invisible de Fidel Castro, el revolucionario cubano —que aunque también amado—, había sido en vida vandalizado y vilipendiado por aire, mar, tierra e ingentes resmas de papel periódico.
Como buen martiano, sabía que ninguna gloria es duradera. Dejó como testamento póstumo, que nadie venerase su imagen; que no se erigiera ningún busto o monumento en su memoria; y que ninguna calle, o edificio, llevase acaso, su nombre y seña.
“Toda la gloria del mundo, cabe en un grano de maíz”, dijo. Y tuvo y tiene, tanta razón.
Este post fue publicado el 4/07/2020