Magnicidio:  El escape final de un político de oficio

 

Han pasado más de cinco meses, y ya parece que no hubiera ocurrido nunca. Pero sucedió. Fue precisamente un miércoles 17 de abril;  un miércoles de ceniza, para más inri, como corresponde al suceso luctuoso que me voy a referir.     Aquel día, quien estiró más allá de los límites de la exageración, el axioma de que en política no había publicidad buena o publicidad mala sino publicidad a secas y que ésta era el único oxígeno que mantenía vivo a un político. Aquel quien —según qué épocas— se consideraba un perseguido político, y en otras tantas, un tenaz perseguidor de la menor oportunidad mediática para figurar políticamente. Y como  la política ahora  ya no se hace  al ras del suelo ciudadano, o en plazas públicas, sindicatos o parroquias, sino en los platós de televisión, en las ondas de la radio, en los titulares de la prensa y, en las redes sociales. Y como durante  más de tres décadas, estos medios y el personaje teatralizaron una danza macabra donde unos no podían vivir sin aquél y éste sin ellos. Fueron ellos, los medios,  quienes  en titulares lo  sentenciaron múltiples veces a un paso del cadalso, para que otras tantas, la omisión de la justicia lo pusiera otra vez al pie del sillón presidencial.

Aquel miércoles de  ceniza, quien fuera,  dos veces Presidente del Perú; católico, de presidir procesiones con túnica y capote morado, llevando en sus hombros las andas del Señor de los Milagros, y en el cuello, pendiendo, el cordón blanco de la humildad, como fiel devoto  del Cristo Morado.  Fue además, primer promotor financiero de la construcción de la réplica del Cristo Redentor de Corcovado, la gigantesca escultura religiosa que rige desde las alturas todos los rincones de Río de Janeiro. Quiso, el infortunado, repetir esa regencia, en Barranco, Lima, tal vez pensando que la religiosidad popular peruana iba a asociar para siempre al Redentor con su mundano nombre.

Aquél infortunado, —quien fuera dos veces Excelentísimo Señor de la República del Perú—, momentos antes de ser detenido, por agentes de la policía y el ministerio público que portaban una orden judicial de arresto y allanamiento, pidió unos minutos para llamar a su abogado; se dirigió a su dormitorio, y, a,  aquel hombre, —quien sabe cuántas veces iluminado por el Altísimo—, se le apagó la luz; hizo a un lado el Quinto Mandamiento de su confesión religiosa; cogió una pistola Colt calibre 38, apuntó a la sien y se descerrajó la cabeza de un tiro.

Su muerte oficial fue declarada con documentación forense, judicial y, con el testimonio de 27 médicos que, en la sala de operaciones de un hospital, intentaron, infructuosamente salvarle la vida.

Su muerte periodística corrió en paralelo con las diligencias médicas y forenses, a la cual se sumó una obscena cobertura mediática desde apenas unos minutos del certero disparo hasta tres días después de un pomposo velorio que jamás ha visto ningún prócer o héroe nacional peruano.

Fue un Domingo de Resurrección,  cuando aún enfriaban los rescoldos de sus cenizas, que el infortunado resucitó treinta años más joven, muy sonriente y con la banda presidencial al pecho. Así lucía en gigantografías y banners  que cruzaban las principales avenidas y tramos de congestión vehicular de Lima y otras ciudades del Perú. Al pie de su juvenil imagen rezaba: “Y resucitó al tercer día en el corazón de su pueblo”.

Y es que, según él, había pues dos pueblos en el Perú: uno, el llano; y el otro: el pueblo de su partido. El infortunado, —según su última voluntad y como póstumo legado—, había dejado su cadáver como herencia, para sus enemigos y perseguidores; sin embargo, quienes se hicieron de sus restos, lo velaron y lloraron inconsolablemente  fueron los militantes de su partido. Cómo no haberlo hecho. Fue un justo acto de gratitud. Se cuentan por miles, los militantes de su partido, quienes gracias al arrollador carisma electoral de su líder, consiguieron un puesto de trabajo digno y conocieron el beneficio de contar con un ingreso modesto, pero seguro, en alguna dependencia estatal. Ya en el rango de minoría  se cuentan los miembros de la élite del partido, quienes, gracias al líder, descubrieron que desde  las altas jerarquías del Estado era posible dar el salto de la clase media, (esa medianía opaca donde no hay muchas carencias, pero donde nunca sobra nada para lucir ni bien alguno para ostentar)  al seno del exclusivo club de la oligarquía nacional.

La liturgia de su trágica desaparición, el velorio en olor de multitudes y su posterior resurrección en cartéles publicitarios no han sido suficientes para convertirlo en un santo; no obstante, al momento de hacer un retrato fidedigno no caben mezquindades y lo justo es plasmarlo en claroscuros.

Cuando la  historia se ocupe de él, tendrá que reconocer, que a diferencia de los demás mandatarios y líderes latinoamericanos, — que o bien saltan del cuartel militar a la política, como el finado Hugo Chávez; o que para descender al primer cargo público suspenden sus actividades empresariales, como el chileno Piñeira; o bien se alejan de las pasarelas de la farándula local, como el argentino Macri; o que bien,  llegan al poder luego de haberse gestado en una oncena de vientres de alquiler político-patidario, como el brasileño Bolsonaro, (que para más señas de sorpresa, fue candidato hasta de un partido ecologista)— él  infortunado, sí fue un político nato; nació en un hogar militante; fue formado políticamente por el fundador del mayor partido político de masas de Latinoamérica; un partido que se hizo añejo buscando el poder y que solo después de 61 años alcanzó finalmente el gobierno, gracias al carisma de quien es retratado en esta crónica.

Cuando la historia lo trate, no podrá omitir que fue el Presidente social-demócrata más joven del mundo; que desde su irrupción recorrió todos los extremos ideológicos  y conductuales. Que aupado por su popularidad e impulsado por su juventud impuso una variante a eso de echar la casa por la ventana; en su caso, echaba el Palacio de Gobierno por el Balcón Presidencial; desde allí caía al pueblo el abaratamiento de las medicinas, seguridad social para las amas de casa y aumentos de sueldo para los trabajadores. En Nueva York, recriminado por su postura antimperialista frente al pago de la deuda externa por el Secretario de Estado de Ronald Reagan, le golpeó la mesa con una sonora declaración: “¡No le permito que le hable así al Presidente del Perú­!”.

Por un tiempo gozó de las simpatías de tirios y troyanos. Fue engreído por la oligarquía hasta que se acabó la pasión y los fondos del Estado para el sector privado. Y entonces pasó de pilotar el  jet privado del dueño de la banca peruana, a intentar expropiarle el banco. Allí comenzó su desgracia; los medios que ya habían advertido sus debilidades y caídas en tentación, desataron toda su furia, fue vejado y demonizado hasta el cansancio. Su propio partido en el parlamento desvirtuó la ley de nacionalización de la banca. La social democracia le dio la espalda y, por si fuera poco, la oligarquía nacional vía la especulación y el acaparamiento le boicoteó la economía llevando  el país al colapso total.

Tres lustros después, esa misma oligarquía, repitiendo una extraña virtud propia de la fauna que ingiere con gran naturalidad lo que previamente ha vomitado, pidió al electorado peruano, taparse la nariz y antes que votar por un potencial chavista, elegir nuevamente, como Presidente del Perú, al endemoniado de hace unos años.

Así alcanzó por segunda vez la Presidencia de la República. Esta victoria lo reivindicó y desde entonces, cada vez que quería ponerse solemne, declaraba que a él no le preocupaban las mezquindades del día a día sino el lugar que iba a ocupar en la historia.

Para su desgracia, en el camino a la historia se le apareció Twitter y prefirió la inmediatez de este instrumento a la lejana y fría gloria de la historia. Entre una cosa y la otra, el imaginario popular construyó dos mitos; uno positivo, que le dotaba de respeto por su sapiencia y gran oratoria; y el otro, negativo, que concitaba una mezcla de temor y desprecio por considerarlo un injusticiable, más poderoso que un narco y al que la justicia nunca lo alcanzaría.

Justo es reconocer, que mucho antes que su propia mano le quitara la vida, el infortunado se había encargado de ir destruyendo  poco a poco tales mitos.

Partiendo del hecho, que hoy en día, es casi imposible encontrar un político en el mundo capaz de sostener, —sin papeles— un discurso por más de media hora; hay que reconocer que al infortunado, en sus inicios, dos horas le quedaban cortas, y la gente electrizada, ni se movía.

Con el paso de los años, la audiencia se percató del error de confundir las virtudes del contenido del discurso, con las dotes del orador. Aquél tuvo la fortuna de proclamar un discurso antimperialista junto a la posibilidad de la justicia redistributiva y la inminencia de un futuro mejor sin el costo de declararse comunista o vestirse de guerrillero.

A diferencia de los predicadores religiosos que ofrecen un modesto consuelo espiritual inmediato    a cambio de un paraíso celestial en el más allá, la prédica política necesita pequeñas muestras del paraíso terrenal en el aquí y en el ahora mismo.

El orador, en su segundo gobierno, cambió, pues, de oración.  Pasó de ser indoamericano a considerar a los nativos como ciudadanos de segunda categoría; pasó a llamar perros del hortelano a quienes como él, en el pasado, defendían la justicia redistributiva.  Se hizo crematístico y cambió el austero “Pan con Libertad”, del fundador de su partido, por el “Lucrar es divino” de Den Xiao Ping; y luego de firmar un tratado de libre comercio con China, como un relámpago le vino la premonición que el mundo iba a cambiar de amo, tomó efusivamente al presidente chino Hu Jintao por los hombros y le estampó un par de candorosos besos en cada mejilla, para sorpresa del congraciado y de  todos los asistentes.

Después de su segundo gobierno su magnetismo retórico se fue a pique; los mítines donde peroraba eran cada vez más raleados, intentó compensar la falta del brillo oral con el acompañamiento de orquesta de espectáculos; y del  brillante orador, sólo quedaba una grotesca caricatura de aquel,  contoneándose mórbidamente  sobre las tablas, en un bailoteo que no concitaba otro sentimiento que lástima ajena.

Su multitudinaria audiencia en plazas públicas terminó confinada en pequeños auditorios empresariales, donde ejecutivos indirectamente vinculados a obras públicas realizadas en su gobierno daban cuotas para cancelar los honorarios del que ayer los fustigaba y que entonces, arrepentido les daba la razón, en público, pero previa factura.

El relumbre de su sapiencia siguió un curso paralelo al ocaso de su retórica. Por años sumó a sus diversos vocativos el tratamiento académico de “Doctor”. Y, quien puso alguna vez al país en el extremo de la ingobernabilidad, llegó a presidir la cátedra de altos  estudios de gobernanza en una universidad limeña. A pesar de ello, sus pergaminos académicos resultaron estar impresos en tinta muy deleble. La Universidad complutense de Madrid y la Sorbona de París nunca confirmaron los sendos doctorados que el infortunado con gran pompa se atribuía. Incluso, la propia tesis con la que supuestamente se graduó de bachiller en Derecho, desapareció misteriosamente de los archivos de la universidad peruana. O sea, el sapiente político resultó no ser muy distinto a la pléyade de políticos contemporáneos que en cualquier parte del mundo amparan su expertise profesional en la muy misteriosa y socorrida Fake Academy.

Para su infortunio, durante su segundo gobierno, una infidencia reveló una declaración suya que afirmaba en la intimidad, que a él, como Presidente, el dinero, la plata le llegaba sola. A estas alturas, del gran partido de masas, quedaba solo él, como Gulliver, comandando un raleado pelotón de liliputienses. Con el tiempo saltó el escándalo: sola, sola, la plata no llegaba; tenía sus recaderos; un destacamento de liliputienses escaneaba las cárceles peruanas en busca de compradores de la libertad. Extinguían las penas a razón de miles de dólares por año, según el marchante y según el delito.  Todo en un pis pas, vía indultos firmados por el Gran Gulliver.

Puesto a explicar, el infortunado, los motivos que lo impulsaron a firmar miles de indultos presidenciales, descartó cualquier afán crematístico; aseveró que lo hizo movido por la piedad y que, además no lo hizo solo; contó con la complicidad del Altísimo, con quién pasó miles de horas quitadas al sueño, debatiendo la magnanimidad piadosa de aquellas gracias libertarias.

Antes de abandonar el poder, el pudor ya lo había abandonado completamente; los únicos combustibles que inflamaban su verbo no eran otros que el cinismo y el desparpajo. La memoria popular, que no tiene mucha capacidad de almacenamiento se dio abasto con un brevísimo breviario en dos columnas; en una iba la frase; y en la siguiente, la plasmación de la frase en los hechos:

“El que nada debe, nada teme: Yo no me corro”; y en 1992 puso los pies en polvorosa, viviendo como refugiado en Bogotá y París. Regresó después de 9 años, cuando la justicia peruana dio por prescritos los delitos de corrupción en su contra.

“¡No son mis ratas!”, cuando se descubrían millonarias cuentas a nombre de funcionarios de su gobierno.

“Otros se venden; yo no”, cuando aparecieron indicios inculpatorios en otros ex presidentes del Perú.

“¡Pruébenme, imbéciles!”, cuando los indicios inculpatorios empezaron a apuntarle.

“Para mí, es un honor residir en el Perú”, declaró luego de recibir una orden judicial de impedimento de salida del país. Tras unas horas, se metió a la embajada de Uruguay en Lima, acusando al Estado peruano de perseguirlo y pidiendo asilo político, que no le fue concedido.

Lo cierto es que el infortunado hacía ya tiempo que estaba haciendo extraños en la cancha, (expresión peruana para nombrar al desvarío).  Su soledad era clamorosa; sus abogados, en vez de orientarlo, repetían sus excusas y coartadas; lo que quedaba del partido, lo defendía ciegamente; pero no lo auxiliaron. No hubo una sola voz que recomendaran lo sensato: que deje de huir y se entregue a la justicia. Tal vez estar en prisión no era lo más apropiado en su condición; sino estar hospitalizado en algún pabellón donde se tratan a los que sufren  brotes de disociación mental.

En su círculo íntimo  también resulta clamoroso que no advirtiesen que era el poder lo que lo traía trastornado y no únicamente el odio gratuito de  sus enemigos y el afán de figurar de los miembros del ministerio público. Resulta inverosímil que su familia,  —a la que nunca le faltó escuela bilingüe y educación superior— diese por cierto que la opulencia patrimonial tuviese su origen en el magnetismo pecuniario del padre y no a atributos propios de la opacidad y el flujo cloacal de las fortunas mal habidas. Habida cuenta que el infortunado, —para beneplácito y orgullo de los militantes de su partido— declaraba con gran humildad que su único patrimonio al ingresar por primera vez a la presidencia de la República, consistía en un reloj en la mano izquierda y un pequeño departamento de dos dormitorios en un barrio limeño de clase media.

Más de dos décadas después su persona natural resultaba recipiente poco amplio para dar cabida a su masa patrimonial; el registro inmobiliario de una veintena de casas terminó diluido en una luminosa fundación peruana domiciliada en el  paraíso financiero del principado de Liechtenstein.

A principios de siglo, en una entrevista, declaró que,  durante su exilio parisino , había visto desfilar su propio entierro varias veces. Para haber sido un hombre con tanto sentido de la anticipación y con un instinto nato para teatralizar la pasión política, sorprende que su propia muerte lo haya sorprendido camino a su dormitorio. Viviendo en un país donde según con quien se contacte, (y de él se presumía que tenía contactos hasta en el infierno), le hubiera sido posible descender fácilmente a las profundidades tanáticas de la sociedad  y contratar un servicio de sicariato para que le hagan el  trabajo de quitarle la vida y al mismo tiempo convertirlo en un mártir de la democracia y víctima del odio y la venganza política, vía un magnicidio ante el cual las puertas grandes de la  historia no le hubieran hecho remilgos para abrírsele de par en par.

Con lo fácil que hubiera sido atribuir el acto de sicariato a un vestigio de Sendero Luminoso o a algún comando errante del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Pero no; el hombre estaba tan solo y carente de recursos, que él mismo tuvo que hacerse el trabajo.

A veces, pues, la soledad no consiste en estar solo sino en que todos los que acompañan, únicamente reflejan la propia imagen y repiten la voz de uno mismo.

Aunque esto de la soledad, —o el tipo de compañías— no parece haber sido un asunto de sus últimas horas. Practicar la reinserción con el prójimo es de muy buen cristiano y además encomiable cuando se trata de rehabilitar a quienes han delinquido; pero, de allí a convertir a un ex presidiario en secretario personal y mano derecha del Presidente de la República, —apenas alcanzó su segunda presidencia—, fue, si no un exceso de rehabilitación social, por lo menos un muy mal augurio, que la posteridad confirmaría.

Mientras caían en manos de la justicia sus peones liliputienses, él supo tomar prudente distancia. Pero cuando cayó en prisión su hombre de mayor confianza, su virtual cajero; digo, el ex presidiario; o sea, su secretario personal; supo entonces que el sueño de volver a ser presidente por tercera vez se había esfumado; en su lugar se instaló la pesadilla de acabar como un reo magnífico, muy magnífico sí, pero preso igual que cualquiera de tantos miles de desdichados que pululan las cárceles del Perú. Supo entonces que el recorrido para alcanzar la salida al laberinto judicial y el escape final del tormento de la conciencia, estaba ya a solo horas de distancia.

Cualquier hombre del común puede quitarse la vida, y a este hecho se le llama suicidio. Pero si el autor del hecho fue el personaje mediático fundamental del país y el político más importante en los últimos 30 años, entonces no es un simple suicidio sino un magnicidio y el autor, un magnicida.

Los historiadores poco exigentes con la ética y muy indulgentes con la sociopatía afirman que el verdadero temple de un estadista se pone a prueba cuando éste se enfrenta a la terrible decisión de mandar a matar a sus congéneres; o no hacerlo.

Nunca sabremos a ciencia cierta si el develamiento a sangre y fuego de prisioneros amotinados en penales, a los pocos meses de su primer gobierno, fue una orden emanada por el entonces joven Presidente; o si éste fue inducido a ello, por la Marina de Guerra del Perú; o si las fuerzas armadas motu proprio decidieron ejecutar a más de dos centenares de presos ya rendidos.

Lo cierto es que desde entonces la Marina de Guerra estuvo respirándole en la nuca al infortunado. En su segundo gobierno, el jefe de aquel sangriento operativo militar alcanzó el alto cargo de Primer Vicepresidente del Perú. Y para nadie es un secreto, que fue la Marina de Guerra del Perú quien, muchos años antes y vía un letal obsequio envenenado,  puso el arma homicida en las manos del magnicida.

Por ello, no estaría muy descaminado quien advirtiese que un día miércoles de ceniza de 2019; digo, después de 32 años, 9 meses, 4 semanas y un día, se puede añadir  un muerto más entre aquellos desgraciados, que fueron abatidos con sendos disparos en la cabeza, con armas de la marina; tal y como le sucedió al infortunado.

La historia, fría y calculadora, no se hará problemas y pasará de página una vez se consignen los datos lapidarios y algunas señas enciclopédicas y seguramente omitirá el breve y patético epílogo en que terminó su azaroso destino.

Quitarse la vida fue tal vez el acto más veraz,  el más trágico y el de mayor autenticidad dramática  de toda su vida política; sin embargo 8 de cada 10 peruanos, creen que es falso; que el infortunado puso otro muerto en lugar suyo; y como nadie ha visto su cuerpo yerto, sospechan que el muy pendejo está recontra vivo y disfrutando a más no poder en algún rincón paradisiáco del mundo.

No ha muerto solo, pues,  el infortunado; se ha llevado consigo al cementerio de la irrelevancia la credibilidad de los medios de comunicación y la solemnidad oficial de quienes certificaron su deceso.

¿Qué una imagen vale más que mil palabras? Ya No. Mil palabras o mil imágenes; igual da,  en términos de política contemporánea, valen muy poco, o casi nada.

Post Data

Habrá advertido el lector, que en esta crónica no se consignan las generales de ley del infortunado; es decir su nombre de pila y apellidos. La omisión es intencional y no trata de deslindar responsabilidad frente a cualquier parecido con la realidad. Muy por el contrario, el autor, —siguiendo a los clásicos de la narrativa rusa— cree que los personajes; los individuos son irrelevantes en una historia; es la trama, (la sociedad) la que los crea,  manipula y hasta los destruye; además, siguiendo el consejo de aquellos, he intentado retratar mi aldea, de repente con la pretensión de haber retratado un poquito, al mundo.

 

Publicado el 14 de septiembre de 2019

COMENTARIOS

  1. Jackie dice:

Septiembre 15, 2019 a las 8:32 pm

Mi querido Jano, has hecho un resumen de la vida de un presidente que al final, ha sido tan cobarde de afrontar la prisión, que decidió, para mi, fingir su muerte… No tenía ni el valor para quitarse la vida… Detrás de esta pantalla mediática, así salir aún “héroe” , acorralado por la prensa y la justicia…. Es Más que seguro, que más adelante con el tiempo será visto en otro país, gozando de su fortuna acumulada en los años de gobierno….

  1. Virginia Miró Quesada Rivera dice:

Septiembre 18, 2019 a las 4:43 pm

Querido amigo mío, he quedado anonadada , de la forma tan real como expresas la desventura de este personaje, y creo que fuè una desventura toda su vida,.
Su juventud manejada por su mentor y casi obligado a saber más de lo que sus jóvenes años le obligaban. Para mi, una entidad metahumana que da órdenes y sentido a lo que vemos y vivimos. El haber conocido al personaje en mención me causa una gran sensación de tristeza, desde donde pienso que fue sustancialmente cambiado y suficientemente castigado, y que hay elementos y personajes más o menos comunes en todas las culturas y épocas. Gracias por poder leerte y te felicito por el resumen Presidencial.

  • Manuel Bedregal dice:

Octubre 9, 2019 a las 12:00 am

Jano querido, es un artículo brillante. Completo. Tiene todos los saberes y aderezos de un chupe de camarones y las neuronas y consecuencia que la vida te dio, las que -dicho sea de paso- muchos quisiéramos tener. Gran abrazo!

Pd. Sigue que falta mucho……

  • Alejandro dice:

Octubre 14, 2019 a las 8:33 pm

Querido Manuel: Gracias por tu comentario. Aunque no hay que pecar de modestia porque para leer, y leer bien, hay que tener muy muchas neuronas.
Otro abrazo.

Jano

  1. Eloy páginas libres dice:

Octubre 25, 2019 a las 12:18 am

Saludos Jano Montaño, excelente artículo sobre un hombre político que de una manera u otra, ha sido parte importante de la Historia del Peru. Impresionante estilo para describir a la persona, al político, al orador con palabras mayúsculas. Un abrazo amigo desde la tierra de los volcanes, del rocoto relleno y de las revoluciones que siempre lucharon por la libertad y la justicia.

 

 

 

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