País de irreductibles

Por Andrés Solari Vicente

¿Habría sido Andrés Manuel López Obrador (AMLO), presidente de México, quien instigó a los presidentes Petro, Fernández y Arce para pronunciarse desconociendo a Dina Boluarte hoy erigida como presidenta del Perú?

No estoy seguro si fue AMLO el que convenció a los demás. Creo, más bien, que lo más probable es que cada uno se haya convencido por sí mismo de poner sus barbas en remojo. Porque, como estamos viendo en América Latina, ganar las elecciones democráticamente no le asegura al pueblo soberano mantener el poder constitucional sobre el ejecutivo. En el caso de Argentina, el proceso amañado contra Cristina ha sido una demostración que el poder judicial —corrupto— puede hacer lo que le venga en gana, más aún si cuenta con el apoyo de los altos mandos policiales y de las fuerzas armadas, y, claro que con la venia o complicidad de la prensa local y del Departamento de Estado.

Lo mismo pasó en Ecuador, en Brasil y en Bolivia recientemente. Procesos claramente amañados. Y el escándalo con Lula, después que se demostrara que el juez Moro había obrado según el guion político y mediante pagos y sobornos para procesar a Lula.

El caso de Petro es similar: no cuenta con las FFAA ni con el poder judicial (salvo un sector ahora muy débil) y en el legislativo navega con muchas dificultades. En Bolivia, a pesar de haber ganado las elecciones limpiamente, el gobierno de Arce está hostigado desde Santa Cruz por la ultraderecha que amenaza dividir a Bolivia. En el caso de México, aunque el gobierno le ha ganado en múltiples oportunidades a la derecha, continúan las campañas feroces en contra, aunque el apoyo al gobierno se halla por encima del 78%, según diversas encuestas.

Esa es, creo, la identidad que existe con Castillo y no les debe haber sido muy difícil convencerse entre ellos para desconocer a Dina Boluarte. Su grito unificado es “Si ganamos las elecciones, déjennos gobernar” y no por que aspiren a que no haya oposición sino porque las amenazas  y los antecedentes de los golpes de Estado “blandos” están muy presente en América Latina.

Creo que es una simbología similar a la que se vive en el Perú: la de una pugna entre dos imágenes.

Una, la que presenta a Castillo como la causa de todos los males —racismo y desprecio culturales de por medio, sin duda— además de inepto, dictador y corrupto, atributos estos últimos que no dejarían de ser ciertos en distintas proporciones (incluso si consideramos los no comprobados judicialmente).

Y la otra, es la imagen de un presidente que fue elegido —por primera vez en la historia del país— por el Perú más oprimido, empobrecido, dolido y postergado por siglos, y que pudo observar cómo la ultraderecha se opuso desde el inicio a que fuera presidente, y lo trató de vacar (otra de las formas de dar golpes de Estado “blandos”) tres veces consecutivas. Estos mismos ciudadanos también vieron a un Congreso dedicado a bloquear sistemáticamente al presidente que habían elegido, y que, por su parte, los fue frustrando —tanto por sus limitaciones, las zancadillas y estratagemas de la oposición, como por su pobre gestión, argollerismo y las corruptelas en la que se vio envuelto, o en las que él mismo se enredó, que para los efectos es lo mismo. Frustración de quienes vieron que la ultraderecha se salía con las suyas y de quienes vieron como el presidente se les despintaba, gota a gota. Pero la frustración no ha sido general o el espanto de que la ultraderecha fascistoide nos gobierne y ejerza una verdadera dictadura con el control mafioso de todos los poderes del Estado, es mucho mayor que cualquier frustración, de aquí que, a pesar de todo, finalmente, la protesta ciudadana llena las calles del país, aunque con provocadores y todavía sin perspectivas claras.

Estas dos imágenes se sintetizan en dos frases, dichas en estos días por los más conspicuos: “Ese cholo de mierda nunca debió ser presidente, que se regrese con sus llamas a su pueblucho”. Y la otra: “Tenemos por fin un presidente que es igual que nosotros, por primera vez y ahora nos lo quieren quitar”.

            El problema no es que haya dos imágenes contrapuestas, sino que sean irreductibles y que no exista un árbitro creíble y confiable para todos que pueda resolver esta situación. Ni el poder judicial, ni las fuerzas armadas y la policía, ni los medios, ni los representantes de los partidos porque casi no los hay (más allá de ser vientres de alquiler), ni las iglesias (que normalmente intervenían para mediar). No hay instituciones creíbles y si las hubiera, los aparatos mediáticos no tardarían en acusarlos de terroristas y destruirlos. Hay una tendencia a la demolición de todo lo que tenga potencialidades de credibilidad. Lo que prima es un ambiente de crecientes incidías y racismo contra los excluidos, alentado día a día con insultos de todo tipo y desde todos los ángulos. La descalificación política y personal es el santo y seña.  El Perú requiere dejar de ser un país disyunto, escindido hasta lo irreductible.

Porque hemos llegado a ser un país de una inmensa cantidad de ciudadanos que piensan y se asumen de modo irreductible. El problema se agrava conforme pasa el tiempo. Y en medio de la irreductibilidad creciente es muy difícil construir democracia. No hay compenetraciones ni en los márgenes de unos u otros, y menos puentes. Ese es el campo más fértil para las dictaduras, como lo estamos viendo ahora —con más de una veintena de asesinados en las protestas— y la perspectiva de su despliegue con el control total del país. El sueño de las mafias está por dar un paso más adelante y ahora con toda petulancia.

            Imagino una democracia en donde el perdedor en las elecciones —y todas las instituciones del Estado— reconocen al ganador y quedan dispuestos al juego democrático. Pero no solo reconocen al ganador, sino que, por ser este el resultado de la voluntad del pueblo soberano, se comprometen —por catadura— en no llevar a efecto acciones de entorpecimiento y zapa contra los planes del elegido, sin dejar de lado las discrepancias (que se convertirían en consejos sobre los riesgos de unas u otras políticas). No es una propuesta idílica, es la forma en que han avanzado muchos países, SOBRE LA BASE DE ESA MAGNANIMIDAD QUE ES EL CIMIENTO DE UNA OPOSICIÓN CONFIABLE. Sin esa característica toda democracia se carcomerá, llevando a cualquier país al despeñadero.

Este post fue escrito en Morelia, México, el 17 de diciembre 2022.

 

Andrés Solari es Licenciado en economía por la Universidad Nacional Agraria de La Molina, maestro en economía por el CIDE y doctorado por la UNAM (México). Ha sido profesor, investigador y ensayista, se inclina actualmente a escribir historia novelada.

 

 

 

 

Esta entrada ha sido publicada en Ágora, Invitados. Agregue este enlace permanente a sus marcadores.